UNIVERSIDAD PEDAGÓGICA NACIONAL

Brotes, pestes, epidemias y pandemias en la historia de la escuela argentina

Desde la fiebre amarilla de 1871 hasta la gripe porcina de 2009, los espacios educativos tomaron diferentes medidas que cambiaron la forma de relacionarse con las enfermedades. Un repaso por la historia para comprender la situación actual en un artículo del libro “Pensar la educación en tiempos de pandemia” (UNIPE)*

Por Pablo Pineau y María Luz Ayuso

En ¿Quién rompió las rejas de Monte Lupo? (1984), Carlo M. Cipolla reconstruye las formas en que se combatió en esa localidad toscana la peste que la asoló en la década de 1630. En el contexto del convulsivo siglo XVII europeo, del surgimiento del racionalismo y de la ciencia moderna, pleno de crisis económica y guerras religiosas, el autor presenta las dimensiones sociales del desarrollo de esa enfermedad, lo que abarca desde las formas de trabajo y obtención del sustento hasta los debates entre los distintos poderes en pugna.

Por ese entonces, el avance de las concepciones seculares sobre la existencia humana estaba cambiando las formas de comprender la vida, la muerte y la salud, concebidos como temas “terrenales” con cierto grado de independencia de lo religioso y lo satánico. En esa obra se presenta cómo la noción de “contagio” se diferenció de la de “castigo divino”, cómo avanzó la posición de que la peste debía combatirse más con aislamientos que con procesiones, y que los cambios de conductas sanitarias debían sustituir o acompañar los rezos y arrepentimientos. Englobado en tendencias historiográficas contemporáneas como la microhistoria y los acercamientos a la literatura, ese escrito nos permite comprender y analizar las dimensiones sociales de los fenómenos médicos, y entender que las enfermedades infecciosas no son temas que involucran solo a microorganismos sino que suceden en un “aquí y ahora” social con consecuencias materiales y simbólicas en las poblaciones afectadas.

En el despliegue del sistema escolar de fines de siglo XIX y principios de siglo XX, las sociedades se propusieron la construcción de vínculos estrechos entre educación y salud basados en el saber científico. Se trata de vínculos que fueron cambiando con el tiempo y establecieron a la escuela como uno de los espacios privilegiados para potenciar dicho encuentro. De acuerdo a eso, en este artículo queremos detenernos en las marcas educativas de algunos episodios epidémicos desde el momento de la creación del sistema educativo moderno argentino hasta tiempos más actuales. Nos referimos a la “peste amarilla” de 1871, la “gripe española” de 1918, el brote de poliomielitis de 1956 y la pandemia de gripe A (H1N1) de 2009. En todos los casos buscaremos reconstruir, mediante el análisis de fuentes diversas, algunas de las formas en que estos episodios fueron atravesados y presentar sus consecuencias educativas como una forma de comprender desde una mirada histórica la situación actual que estamos pasando.

La fiebre amarilla de 1871

En enero de 1871 estalló en Buenos Aires un fuerte brote de fiebre amarilla que cambió profundamente la historia de la ciudad y, por extensión, del país. Iniciada en el barrio de San Telmo, producto del hacinamiento y de las malas condiciones sanitarias, se esparció rápidamente a todo el tejido urbano y en pocos meses redujo su población en un 7% (Fiquepron, 2018). Entre las víctimas estuvo Fanny Wood, maestra metodista bostoniana, una de las pioneras que aceptaron la convocatoria de Sarmiento a ejercer su profesión en Argentina. En 1870, junto a sus compañeras, había fundado uno de los primeros jardines de infantes del país.

Cuando se desató la peste, se refugió en el campo como buena parte de la población que podía hacerlo, pero regresó a la ciudad para cuidar a un enfermo que era miembro de la familia que la había recibido en su llegada (Houston Luiggi, 1959). Pasado el pico de aquella epidemia, la necesidad de evitar nuevas manifestaciones de la peste fue uno de los principales vectores que ordenaron las políticas futuras en un país que se proponía modernizarse e integrar “el concierto de las naciones modernas”.

Los grupos intelectuales en el poder establecieron una articulación directa entre los dos enemigos a combatir para el progreso de la nación: la barbarie y la peste (Salessi, 1995). El higienismo, en cuanto teoría de la salud positivista que bregaba por una “ciudad sin males” (González, 2015), se convirtió en uno de los puntales del desarrollo del sistema educativo público, obligado a velar por el tema ante la “desidia” de las familias bárbaras, posteriormente agravado por la llegada de la inmigración inculta. Las normas educativas dictadas desde entonces instituyeron una fuerte relación entre educación y salud, y establecieron que las escuelas debían ocuparse de ambos temas. Por ejemplo, la Ley Nº 1420 de 1884 sanciona en su Artículo 2º que “la instrucción primaria debe ser dada [...] conforme a los preceptos de la higiene», y en su Artículo 13º, que en «toda construcción de edificios escolares y de su mobiliario y útiles de enseñanza deben consultarse las prescripciones de la higiene. Es además obligatorio para las escuelas la inspección médica é higiénica y la vacunación y revacunación de los niños en períodos determinados” [sic].

Buenos Aires se preparaba para dar el salto de ser “la gran aldea” a convertirse en la “París de Sudamérica” de acuerdo a esos preceptos. A la par que se saneaba la ciudad con el objetivo de que dejara de ser “subterránea y asquerosa” por la cantidad de pantanos y bañados que quedaban aún, se establecía la ubicación alejada de baños y espacios sanitarios en las escuelas y otros espacios públicos. Valores como la ventilación, la aireación, la claridad y la luminosidad ordenaron a las nuevas edificaciones educativas en combate con la humedad, la oscuridad y el encierro previos (Grementieri y Schmidt, 2010).

En 1886, en parte como respuesta a un brote de cólera, el Consejo Nacional de Educación creó su Cuerpo Médico Escolar (Battolla y Bortz, 2007), que creció rápidamente y cobró mucha influencia (Puiggrós, 1990). Como consecuencia, el discurso médico y sus portadores fueron tomando cada vez más poder de acción y decisión dentro del sistema educativo, y las explicaciones basadas en términos médicos y biológicos tales como salud, contagio, anormalidad, prevención, herencia, profilaxis y curación se presentaron reiteradamente en los discursos enunciados por las autoridades educativas para justificar las políticas adoptadas.

En esas décadas, los médicos se convirtieron en los “intelectuales” de Estado capaces de guiar toda política mediante la identificación de los problemas sociales como “enfermedades” a curar (Ferro, 2010). La medicina dejó de ser exclusivamente un saber profesional especializado en el curar para volverse un factor esencial de civilización y progreso. Los médicos no solo debían sanar a los enfermos individuales, sino a todo el organismo social por la aplicación de su conocimiento científico. Probablemente, el mejor ejemplo en el terreno educativo fue el ejercicio de la presidencia del Consejo Nacional de Educación por parte de José María Ramos Mejía, reconocido médico dedicado a las enfermedades mentales, entre 1908 y 1914. Como sostiene Horacio González (2015) al analizar su obra, “el hospital fue la otra cara del Consejo Nacional de Educación”.

La gripe española de 1918

Mediante la imposición, el aliento o la aceptación, la cultura de la higiene se volvió un dato insoslayable de la experiencia moderna en América Latina (Armus, 2002). De acuerdo a esto, la Argentina de las primeras décadas del siglo XX la exhibía como una de sus marcas distintivas. Al lado del higienismo se desplegó otro saber con anhelos de cientificidad y alta carga de racismo: la eugenesia, presente en el clima de época en todo su espectro político e ideológico. Su objetivo era el mejoramiento biológico de la humanidad mediante el control de la reproducción humana por el estímulo de “los más aptos” y, sobre todo, por la inhibición de los considerados “inferiores” (Palma, 2008). Se presentaba como respuesta a uno de los efectos no deseados del progreso, por el que las condiciones de vida modernas dificultaban la influencia selectiva de la muerte sobre los menos aptos. Esto acarreaba fuertes problemas para toda la humanidad al dificultar el funcionamiento de la “selección natural”.

Véase el siguiente ejemplo. En 1903, luego de un viaje a Europa donde estudió sus sistemas educativos, Carlos Octavio Bunge, otro destacado médico, funcionario por entonces del Consejo Nacional de Educación, publicó un trabajo llamado La educación de los degenerados, donde lamentaba que los nuevos tiempos habían hecho desaparecer “aquellas grandes, periódicas, continuas y saludables purificaciones [como] la Inquisición, la peste y la guerra" que depuraban la raza, por lo que era necesario implementar políticas más "humanitarias” –como la fundación de instituciones específicas controladas por el poder médico– para atender a ese nuevo peligro (en Ferro, 2010).

Aguiar (2017) sostiene que el siglo XX produjo una nueva sensibilidad ante la muerte. Ya no se trataba de “la mansa aceptación” previa, producto de la resignación ante lo inevitable. La nueva sociedad comenzaba a creer que podía eludir el fin de la vida desplazándolo hacia delante lo más que se pudiera mediante los avances que traía el progreso. Pero la década de 1910 sacudió este escenario. La Gran Guerra destruyó la promesa de orden y progreso, mientras que las ametralladoras y trincheras acercaron a la muerte bajo nuevas formas. En ese contexto mundial, en los meses de mayo y junio de 1918 llegaron al país noticias de que una nueva gripe, llamada “española”, estaba asolando a la población adulta joven de Europa. Poca importancia se le dio originariamente al tema, hasta que en octubre de ese año se manifestaron en Buenos Aires los primeros casos. Su impacto fue dispar y se desarrolló en dos oleadas: la primera hacia fines del año 1918, afectando mayormente a la región central y el litoral, y una segunda en el invierno de 1919, que se esparció por todo el país y afectó más fuerte a su zona norte. Probablemente, esa gripe ingresó por el puerto y se distribuyó gracias a la movilidad de población que permitía la potente red ferrocarrilera de entonces (Carbonetti, 2010).

En los últimos meses de 1918 se tomaron un conjunto de medidas para combatirla que también afectaron la vida escolar. Se ordenó que se limpiara el Riachuelo y que se examinara a los inmigrantes que llegaban desde Europa, enviando a la isla Martín García a quienes presentaran síntomas. También se prohibieron reuniones, procesiones, visitas a los cementerios –ante la cercanía del Día de Todos los Muertos– y actividades culturales en lugares de diversión como los teatros y los music hall. El 31 de octubre se decretó la suspensión de clases en todos los establecimientos educativos (circular 291/18 del CNE), en parte estimulada por los altos niveles de inasistencias, y el 6 de noviembre se determinó el fin del año lectivo (circular 295/19 del CNE).

Un muy interesante relato de su impacto educativo nos deja Florencio Escardó en su obra La casa nueva de 1963, una especie de Juvenilia de su paso por el Colegio Nacional de Buenos Aires por ese entonces. Vale la pena reproducir aquí algunas partes:

Hacia mediados del invierno [de 1918] la gente empezó a enfermarse de “trancazo”, cuadro constituido por fiebre, dolores múltiples y mutantes [...].

En general, el estado agudo duraba diez o doce días, pero la convalecencia era lenta y los afectados tardaban mucho en poder volver a la vida normal [...].

En el Colegio la repercusión fue paulatina, comenzaron a faltar algunos profesores y de más en más los estudiantes; la simultaneidad de las ausencias trajo el desconcierto, había días que de cuatro clases solo se dictaba una y divisiones a las que, de golpe, dejaron de asistir el ochenta por ciento de los estudiantes; también los empleados administrativos y el personal de limpieza. Se fue constituyendo un curioso estado de desolación y de resignación muy difícil de explicar: se decía “es la gripe” como la total explicación [...].

Algunos muchachos faltaban intermitentemente y explicaban: «A mí no me dio, pero soy el único que está levantado en mi casa; la sirvienta está enferma y yo tengo que atender a todos. Hoy vine porque se levantó mi mamá». La frase traducía la realidad, no hubo una sola familia que no recibiese la visita del morbo, y en muchas los chicos tenían que hacer de enfermeros y hacer mal que mal las tareas domésticas [...].

La clausura de las escuelas complicó mucho la vida familiar de los niños, pues el miedo hacía que se les mantuviese encerrados en las casas. Nuestro Colegio también fue clausurado, y se dio por aprobado el curso a todos los alumnos que hubieran alcanzado un promedio de cuatro puntos. La gripe pasó, pero pienso que en algunos aspectos la enseñanza padece aún sus secuelas (Escardó, 1963: 114-116).

Como bien señala Escardó, no fueron menores esas marcas. Junto a los discursos que culpabilizaban a los inmigrantes y a los sectores populares sobre esta situación, se fortalecieron las recomendaciones sobre el control de prácticas “antihigiénicas” comunes en la vida escolar como tomar mate y saludarse o demostrar afecto con besos. Escardó cuenta además una modificación que cambió la historia de la escuela media. En 1918 fueron suprimidos los exámenes finales obligatorios de todas las asignaturas y comenzó a implementarse el sistema de promoción por «promedio» que rige hasta la actualidad.

La epidemia de poliomielitis de 1956

Casi cuarenta años después, en una Argentina muy distinta, se desató un fuerte brote de una enfermedad que afectaba especialmente a la infancia. La poliomielitis, por entonces una enfermedad endémica en el país, tomó dimensiones de una epidemia que registró aproximadamente 6.500 casos (Testa, 2018).

Poco tiempo antes, durante los dos primeros gobiernos peronistas, se había producido un destacado avance en estas cuestiones. Se puso en marcha un Plan Sanitario a cargo del Dr. Ramón Carrillo, primero como secretario y luego como ministro de Salud Pública, quien desarrolló un destacable proyecto de salud pública basada en la prevención y la atención primaria (Pastoriza y Torre, 2002). En ese marco, se fortalecieron las acciones de Sanidad Escolar (creada como Oficina en 1930, a partir del Cuerpo Médico Escolar, y vuelta Dirección en 1948), que llevó importantes medidas de políticas sanitarias como la implementación de cédulas escolares, fichas de salud y, especialmente, la llamada “libreta sanitaria” (Cammarotta, 2011). Esto redundó en mejoras notables de las condiciones de salud de la población escolarizada con cambios respecto a la comprensión de términos como enfermedad, curación y –sobre todo– prevención, así como una especial conciencia sanitaria bastante difundida en toda la sociedad.

Ramón Carrillo junto a Eva y Juan Perón Distintas medidas fueron tomadas para combatir el nuevo brote de la enfermedad en el muy convulsionado contexto político de 1956. En primer lugar, el gobierno de facto no dudó en culpar al peronismo por esta situación que consideró consecuencia de “desidia” previa, a la vez que utilizaba la gran dotación de recursos públicos recibidos para combatir la enfermedad. Por ejemplo, las dependencias de lo que habían sido la Ciudad Infantil y la Ciudad Estudiantil de la Fundación Eva Perón –ubicadas en el barrio de Belgrano– fueron otorgadas a la Comisión Nacional de Rehabilitación del Lisiado, recientemente creada (Testa, 2018).

Mientras se esperaba una cura que comenzó a llegar poco tiempo después, con la vacunación masiva, la gente respondía con medidas basadas en indicaciones médicas o en el saber popular, como recluir a los niños pequeños en las casas, baldear las veredas con lavandina, pintar con cal los cordones de la calle o el tronco de los árboles, y colgar una bolsita de alcanfor del cuello de los chicos, quienes en los casos en que se podía eran trasladados a lugares más seguros. También se aconsejaba ingerir solo alimentos cocidos y leche hervida, además de evitar la acumulación de aguas estancadas y otros elementos que favorecieran la cría de insectos.

En la mayoría del país el inicio de las clases se postergó al mes de mayo. En los lugares más afectados, la interrupción se extendió hasta las vacaciones de invierno. El nivel universitario no tuvo modificaciones, ya que se consideraba que ese grupo etario estaba exento de contraer la enfermedad.

En el proyecto “Espacios de Memoria” de la Escuela Normal Nº 2 Mariano Acosta de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, hemos podido recopilar algunos testimonios sobre el tema mediante un posteo en Facebook. En su conjunto, los testimonios recuerdan el fuerte impacto en la comunidad y confirman varios de los elementos ya presentados. Reproducimos algunos aquí:

Como el brote se localizó en las grandes urbes [...] los niños eran llevados fuera de las ciudades, en general por tíos. En Tandil, donde vivo, llegaron muchos grupos familiares que se quedaron hasta que el panorama se aclaró en julio. (Alejandro)

Yo tenía dos años largos, y mi mamá estaba embarazada de mi hermana. [...] recomendaron alejarse de la Ciudad de Buenos Aires, por lo que mi mamá y yo nos fuimos por varios meses a San Clemente del Tuyú [...] Vivíamos en un chalet que nos habían prestado, y mi papá viajaba fin de semana por medio a visitarnos. (Daniel)

Recuerdo perfectamente esa epidemia. Mis padres nos llevaron a mi hermana y a mí a pasar esa temporada al recreo que la Cooperativa de Carniceros tenía en Luis Guillón [...] También recuerdo las pintadas con cal y las bolsitas de alcanfor. (Horacio)

Con algunas amiguitas del barrio, y supongo que sin entender mucho del tema, pintábamos cordones y troncos de árboles de la cuadra con desinfectante. También recuerdo que no teníamos clases. (Nora)

Los niños no podíamos salir de casa. La bolsita con la pastilla de alcanfor, que era renovada periódicamente, solo nos la sacaban para bañarnos. Mi madre y las vecinas de la cuadra lavaban los patios y veredas con acaroína, que también vertían en las rejillas. (María Leticia)

La aparición de la vacuna inyectable Salk en 1956 permitió empezar a controlar la situación. La Revista de Sanidad Escolar de agosto de ese año informó sobre la organización de una campaña de vacunación con base en las escuelas, en la que tuvieron una participación muy importante directivos y docentes. En 1959 fue promulgada la Ley de Vacunación Obligatoria Nº 15010, que estableció su obligatoriedad y gratuidad en todo el país para los niños de hasta catorce años y para las mujeres embarazadas durante los últimos seis meses de la gestación. La situación se volvió a modificar a fines de 1963, cuando se difundió la aplicación de la vacuna oral Sabin (Veronelli y Veronelli Correch, 2004).

La pandemia también implicó un fuerte estímulo posterior a las políticas de rehabilitación de los afectados. Si bien en su origen esto fue utilizado como herramienta política para fortalecer la imagen pública del gobierno militar, se pusieron en funcionamiento un conjunto de instituciones que prosiguieron sus trayectorias a través de los años, ampliaron sus acciones y estimularon los procesos de profesionalización del campo de la rehabilitación (Testa, 2018).

La “Gripe Porcina” de 2009

En abril de 2009 comenzó una nueva epidemia en América del Norte que en breve alcanzó estatus de pandemia. Se presentaba en el nuevo escenario mundial y nacional del siglo XXI el virus gripal A (H1N1), también llamado “gripe porcina”, que dejó un saldo de 626 muertos en el país (Gérvas, 2010).

En mayo de ese año, junto a la detección de los primeros casos, se tomaron las primeras medidas para evitar su propagación, como el armado de un Comité de Crisis, el refuerzo de controles en las fronteras y aeropuertos, la reserva de dosis de medicamentos, el aumento del presupuesto del Ministerio de Salud de la Nación, el otorgamiento de licencias extraordinarias a embarazadas y grupos de riesgo, y la suspensión de vuelos provenientes de México, un país donde la enfermedad se había manifestado en forma muy notable.

En mayo se detectaron los primeros casos por contagio local en algunas escuelas y colegios de la zona norte del Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA), y se procedió a su cierre preventivo. Esta situación se repitió en otras instituciones educativas, donde se tomaron las mismas medidas. Finalmente, a comienzos de julio se decidió la suspensión de las clases en todas las provincias del país –en algunos casos, por adelantamiento de las vacaciones de invierno– que se mantuvo por todo ese mes, y que también afectó a algunas universidades, como la Universidad de Buenos Aires (UBA).

A diferencia de casos anteriores, el momento del año en que se decidió la suspensión de clases permitió establecer algunas medidas para garantizar la “continuidad pedagógica”. Hubo que modificar las agendas institucionales, establecer instancias de acompañamiento. Muchos docentes prepararon materiales y cuadernillos, en gran parte utilizando los medios digitales con los que se contaba en una época en las que las redes sociales empezaban a expandirse. Los relatos del ya mencionado proyecto “Espacios de Memoria” también dan cuenta de esta situación. Veamos algunos ejemplos:

El cuaderno de primer grado se transformó en una especie de diario de lo que cada día hacía cada niña/o en casa. Luego fue compartido al regreso de las vacaciones. (Inés)

En casa, aún tenemos ese diario. Al volver, el profe Jorge de 1ºA se los firmó junto al dibujo del conejo matemático. Para nosotros fue transitar el 1er grado de Felipe y que me internaran una semana con todo el tratamiento por gripe A... Siempre recordamos el gran acompañamiento que tuvo la escuela para con mi hijo. (Julia)

Los profesores trabajábamos vía correo electrónico. No había Google Docs, así que, en mi caso, Matemática, los chicos hacían los ejercicios, los escaneaban y me los mandaban. Yo abría uno por uno los correos, corregía, explicaba los errores uno por uno en Word y los mandaba. Entre las dos escuelas tenía cinco cursos... ¡Eso era una locura de trabajo! (Estela)

El regreso a clases se produjo en agosto, con el fortalecimiento de medidas de control y prevención como la limpieza profunda de sanitarios y lugares comunes. Por unos meses se estuvo con el miedo de un retorno de esa situación, lo que afortunadamente no se produjo. Esto permitió que ese año escolar, con unas vacaciones de invierno más largas que los anteriores, no terminara muy distinto a como se lo había previsto.

A modo de cierre

Las enfermedades también forman parte de la historia de la educación como fenómenos que han dejado marcas de distinto impacto en el derrotero pedagógico. Por eso, en este trabajo hemos buscado presentar cuatro momentos donde diferentes enfermedades modificaron la situación general y educativa del país. No solo fueron diferentes los males a enfrentar y sus impactos sanitarios, sino los momentos sociales y educativos en que se manifestaron. Cada una de ellas modificó de formas diversas al sistema y a las instituciones escolares, alteró la vida de los docentes y alumnos, propuso desafíos pedagógicos y dejó marcas más o menos profundas que condicionaron sus futuros.

Si alguna ganancia tienen estos estados críticos, es que nos ofrecen una oportunidad única para hacer evaluaciones de las situaciones escolares y educativas, tanto las previas como las que se producen durante y después de esos episodios. Nos toca hoy enfrentar un nuevo escenario con similitudes y diferencias con los anteriores. Uno de los elementos comunes en todos los casos, junto al reforzamiento de prejuicios, es que las nuevas desigualdades generadas por la situación se montaron y profundizaron sobre desigualdades previas, y que las formas de comprender nociones como la enfermedad y la salud se articulan con procesos sociales de inclusión y exclusión de determinados grupos e individuos.

Esta rápida revisión de la historia de la relación entre educación y enfermedades también permite conocer y analizar los dispositivos originales que se activaron para paliarlas. El mejoramiento de las condiciones sanitarias generales en los primeros casos, la profundización de las acciones de educación especial en la década de 1960, y las formas de acompañamiento con las tecnologías disponibles en 2009 son ejemplos de esto último. Esperemos que en el caso que estamos atravesando podamos ser capaces de recuperar las mejores experiencias que se generen y potenciarlas en el futuro para ubicarlas en esas series.

*Del libro Pensar la educación en tiempos de pandemia. Entre la emergencia, el compromiso y la espera, de Inés Dussel, Patricia Ferrante y Darío Pulfer (compiladores) UNIPE

Fuente: https://www.infobae.com/cultura/2020/10/02/brotes-pestes-epidemias-y-pandemias-en-la-historia-de-la-escuela-argentina/