Borrador corregido (avanzado)

Título a discutir

Un currículo para el siglo XXI: Desafíos, tensiones y cuestiones abiertas

Massimo Amadio, Renato Opertti y Juan Carlos Tedesco[1]

 

Indice

 

  1. Movimientos en la visión sobre el currículo
  2. Las múltiples caras del currículo
  3. ¿Quién/quienes están a cargo del currículo?
  4. Cambios de tendencia en el desarrollo curricular
    • Transnacionalización y localización de temas y competencias
    • Educar y aprender van de la mano
    • Marcos curriculares, una opción por un enfoque holístico y localizado
    • Diversidad y personalización, cara y cruz de la educación inclusiva
    • Digitalización del currículo y ensanchamiento de las oportunidades de aprendizaje
    • Recentrar la discusión sobre la evaluación en el currículo
  5. Algunas puntas para una agenda curricular del siglo XXI

 

  1. Movimientos en la visión sobre el currículo

Históricamente el currículo se ha movido entre dos grandes visiones. Por un lado, la tradición  anglosajona que visualiza el currículo como un medio que permite adaptar el sistema educativo a las necesidades de la sociedad, en su contexto histórico específico, englobando las finalidades, los programas de estudio, las actividades de enseñanza y de aprendizaje y las indicaciones respecto a la evaluación. Por otro lado, la tradición francófona que considera el currículo como el conjunto de los programas de estudios construido sobre bases disciplinares y asentado en la planificación didáctica (Gauthier 2006; Jonnaert 2007; Jonnaert, Ettayebi & Opertti 2008; OIE-UNESCO 2013a; Opertti 2013; Gauthier 2014).

En la actualidad, el debate y la construcción curricular se mueven hacia la búsqueda de una síntesis de ambas visiones más que a optar por alguna de la dos ensanchando las bases de su legitimidad y sustentabilidad. Otrora el currículo era un asunto que prioritariamente competía a curriculistas, especialistas disciplinares, pedagogos y redactores de libros de textos,  que se ha ido transformando en un tema central de discusión de políticos y tomadores de decisión, de educadores en su conjunto y de diversidad de instituciones y actores locales e internacionales.

La reconceptualización y el posicionamiento del currículo en las agendas regionales y nacionales de desarrollo vinculado al diálogo mundial sobre las metas de desarrollo sustentable post-2015 (UN 2014) así como su visualización como instrumento para forjar oportunidades de formación a lo largo de la vida, lo coloca en el cerno de las discusiones sobre cohesión, inclusión, desarrollo y competitividad (Marope 2014). El currículo sustenta bases fundamentales de un enfoque integrado de la educación como política cultural, social y económica y en particular, sobre las estrategias y las modalidades de inserción en la sociedad del conocimiento (Godson 2005; PRELAC 2006; Reid 2006; March 2009; Jonnaert, Ettayebi & Defise 2009; Roegiers 2010; Sèvres 2011; Tedesco, Opertti & Amadio 2013; OIE-UNESCO 2013a; Jonnaert & Therriault 2013; Marope 2014).   

En líneas generales, los principales sellos de identidad del currículo han sido los planes de estudios y las disciplinas que implicaban principalmente a los especialistas disciplinares. Aunque la impronta disciplinar sigue siendo fuerte, se percibe crecientemente al currículo como un aspecto medular de las discusiones, los acuerdos y los disensos en torno a qué imaginario de sociedad se aspira a construir y lograr con y para las generaciones futuras (Tedesco, Opertti & Amadio 2013). La tendencia histórica parece revertirse: son el cúmulo de expectativas y demandas de la sociedad que expresadas en el currículo dan sentido y traban una relación jerárquica y vinculante con los planes de estudio y las disciplinas (Jonnaert, Ettayebi & Defise 2009)  y no que el plan de estudios absorbe el currículo.

Este cambio de tendencia, complejo y no exento de contradicciones, trae consigo nuevos actores, roles y responsabilidades a la mesa del currículo. Diversidad de instituciones y actores, de dentro y fuera del sistema educativo (“los denominados stakeholders”), intentan influir, a través del currículo,  en la dirección de las sociedades nacionales, en asentar bases para la inclusión y la cohesión social y en liderar la socialización  -a veces reducido a la función de control – de las generaciones jóvenes. El currículo carga en efecto con una multiplicidad de agendas políticas, societales y educativas, globales y locales, que se superponen y muchas vecen entran en colisión entre sí, y que son en gran medida el resultado de proyectos societales distintos.

Los espacios de legitimación y sustentabilidad del currículo involucran crecientemente a los actores políticos, sociales, económicos, a la sociedad civil, a los medios de comunicación y redes sociales, y a la ciudadanía, e interpelan las divisiones tradicionales de poder y de responsabilidad entre la política y la educación o en la acepción clásica de gobiernos y sindicatos. Su gestación y concreción exige visiones, responsabilidades y caminos compartidos entre múltiples ”stakeholders” apelando a mecanismos amplios y plurales de diálogo y de concertación donde se pacten consensos y disensos – por ejemplo, a través de consultas públicas, debates parlamentarios, comisiones o consejos que integran representantes de sindicatos, organizaciones patronales, asociaciones profesionales y sectores de la sociedad civil (Amadio, Opertti & Tedesco 2014). 

No hay currículo que se pueda sustentar sin diálogo hacia adentro y fuera del sistema educativo, reconociendo y dándole cabida a la sociedad civil en su conjunto para que se comprometan y se apropien de los procesos de cambio educativo y curricular. Aunque es el camino finalmente transitado por numerosas reformas educativas, ya no se podría sostener que el diálogo sobre el cambio curricular es un asunto exclusivamente del gobierno y de los sindicatos con participación marginal de los alumnos, de la ciudadanía y de la sociedad en su conjunto (Opertti 2014). No es conveniente ni suficiente que el cambio educativo y curricular quede en manos de las corporaciones disciplinares y sindicales.

La apelación al diálogo en un sentido amplio como un componente crítico del desarrollo curricular no implica caer en planteamientos facilistas e ingenuos de suponer que se arribará a políticas consensuadas unánimemente. Los conflictos y las transacciones son inherentes al debate y al desarrollo curricular y en tal sentido, deben ser asumidos como datos duros de la realidad. Si parece ser que los procesos de diálogo más eficaces son aquellos que pactan a la vez el consenso y el disenso, y que delimitan y protegen las áreas de coincidencia para desencadenar cambios sustentables (Opertti 2011).

Por su parte, los contenidos de los pactos educativos (Tedesco 1997) son objeto de creciente controversia y en particular de cómo visualizan el rol del currículo. Una línea tradicional de pensamiento, que aún guarda una alta incidencia, es acotar los acuerdos a una serie de inversiones y metas asociadas a condiciones e insumos que apoyen los procesos de enseñanza y de aprendizaje, uno de cuyos buques insignia es el porcentaje del PBI destinado a la educación como expresión de la voluntad política de invertir en educación. Bajo esta visión, la incidencia del currículo queda esencialmente acotada a la dotación de equipamientos (principalmente laptops y recursos en línea), libros de textos y otros materiales de enseñanza, y a instancias de capacitación masiva (generalmente en modelo cascada) de docentes. Alternativa a esta línea, surge otra que mira de manera más integral al sistema educativo buscando las sinergias entre procesos y resultados educativos. El cambio curricular es visualizado como un instrumento potente para sustentar las agendas de desarrollo nacional así como ligado a la expansión y efectiva democratización de los ciclos educativos (por ejemplo, a niveles de la educación básica y de jóvenes, UNESCO 2009) y su legitimación política (por ejemplo, a nivel de los parlamentos, OIE-UNESCO 2013a).

La identidad del currículo parece pues crecientemente anidarse en poder dar respuestas convocantes y convincentes frente a la explosión de intereses, expectativas y necesidades que se ciernen, muchas veces caóticamente, sobre el mismo, admitiendo la doble naturaleza, política y técnica, de las decisiones sobre el para qué, qué, cómo, cuándo y dónde educar. La necesidad de encontrar una sinergia productiva, fundada en la confianza entre lo político y lo técnico, caracteriza fuertemente el desarrollo curricular contemporáneo, y puede constituir un antídoto frente a los riesgos y las tentaciones de su sola politización como expresión hegemónica de un proyecto político en particular (el currículo básicamente como adoctrinamiento político-ideológico) o de su encapsulamiento en disciplinas asiladas de las demandas ciudadanas y de sus vías de representación (el currículo básicamente como una sumatoria de intereses y de contenidos disciplinares auto-referenciados).

El reconocimiento del carácter político de las discusiones y de las decisiones sobre el currículo no puede interpretarse como un “cheque en blanco” a todo lo que podría implicar e interpretarse como una intromisión arbitraria y discrecional de la política en los asuntos educativos. Implica sí entender al currículo como componedor y síntesis político-técnica de visiones distintas, que sabe respetar y dialogar con las diversidades de las sociedades nacionales y que promueve un universalismo genuinamente incluyente de credos, afiliaciones y posicionamientos distintos. El currículo es por tanto un interlocutor privilegiado de la sociedad sobre su presente y futuro, tendiendo puentes y generando bases sustentables para que la misma pueda prepararse mejor para alcanzar sus ideales y objetivos.

Esta toma de conciencia progresiva acerca de la dimensión política de la educación (Frigerio & Diker 2005) y del currículo implica, entre otras cosas, la búsqueda de respuestas frente al desafío de congeniar tolerancia, paz, democracia, inclusión, cohesión y desarrollo en diversidad de contextos políticos y sociales respetando las identidades y definiciones nacionales, y asimismo atendiendo la celeridad de los cambios que a escalas planetaria y nacional, implican a la economía, el mercado laboral, el comercio, las finanzas, las relaciones sociales, las comunicaciones y los movimientos migratorios, entre otros aspectos. Las sociedades se enfrentan, con más incertidumbres que certezas,  al delicado desafío de definir el rol que debe tener la educación en la formación integral de los ciudadanos del mañana (Amadio, Opertti & Tedesco 2014).

Desde diversos ámbitos de la sociedad y de la comunidad internacional, se le exige al currículo respuestas en orden a afirmar valores y referencias comunes a todos los ciudadanos que van muchas veces en dirección contraria a comportamientos extendidos en las sociedades nacionales. Los currículos se posicionan y operan en las irracionalidades propias de la sociedad y no pueden ser solamente entendidos y “juzgados” como construcciones racionales consistentes (Jonnaert & Therriault 2013). El currículo transita pues en un campo “minado” entre las tiranteces, las contradicciones y los compromisos articulando respuestas ante la multiplicidad de presiones que desde la sociedad, la política y el sistema educativo se ejercen sobre el mismo.

En resumidas cuentas, ¿cuáles podrían ser algunas de las puntas fundamentales de una visión curricular comprehensiva?

  • En primer lugar, la toma de conciencia que el currículo implica la articulación entre las aspiraciones y metas educativas y de aprendizajes planteadas por la sociedad y las necesidades de aprendizaje y de crecimiento de los estudiantes (Halinen & Holappa 2013).

 

  • En segundo lugar, el fortalecimiento de la visión del currículo como instrumento de diálogo social y de construcción colectiva entre los diversos niveles, ciclos y ofertas educativas, apostando a una visión holística del sistema educativo, convocando diversidad de “stakeholders” y comprometiendo los niveles nacionales y locales como co-responsables del desarrollo curricular (OIE-UNESCO 2013a).

 

  • En tercer lugar, la intención que el currículo contribuya a la legitimidad y sostenibilidad de las políticas educativas como una dimensión transversal, de nexo entre las políticas y las prácticas (Roegiers 2010; UNESCO-OIE 2013a), y cuyo radio de incidencia no quede acotado a una división o unidad en los Ministerios de Educación sin un efectivo diálogo con los demás componentes de la política educativa (reforzar una visión sistémica del sistema educativo, de la calidad educativa y del currículo, Marope 2014).

 

  • En cuarto lugar, gestionar el currículo como una herramienta pedagógica que amplía y democratiza las oportunidades de aprender empoderando al docente para que sea un mentor comprensivo que orienta y ayuda a los estudiantes a encontrar y progresar hacia sus propias aspiraciones (Robinson 2009, 2013; Halinen & Holappa 2013; Fullan & Langworthy 2014).

 

  1. Las múltiples caras del currículo

Aunque con significativas disparidades por regiones y al interior de las mismas, crecientemente se reconoce que el currículo es más qué y distinto a la sumatoria de planes y programas por ciclos educativos. Pero ese reconocimiento no ha sido en general correspondido con una clara conceptualización de qué considerar dentro del currículo. Un aspecto inicial a plantear es que el currículo tiene que ver con el conjunto de definiciones, procesos y etapas que se inician con los procesos de diálogo sobre el cambio curricular y se plasman finalmente en logros de aprendizajes y adquisición de competencias. Las dimensiones del currículo diseñado, implementado, vivenciado, logrado, oculto y olvidado, y sus aspectos vinculantes, deben ser tenidos en cuenta al analizar los procesos de desarrollo curricular desde una visión comprehensiva (OIE-UNESCO 2013a).

Tradicionalmente la discusión se ha centrado, por un lado, en la identificación de las brechas entre la prescripción y la implementación curricular, poniendo la carga de la prueba en las dificultades de gestión institucional y pedagógica de los cambios (“las reformas fracasan por errores en la implementación”; por ejemplo en relación a Africa véase CIEP, OIF & ADF 2009); y por otro lado, en las contradicciones y disonancias entre los valores y mensajes preconizados por el currículo prescripto y los subyacentes a la acción de los centros educativos (Gvirtz 1997; Torres 2011). Sobre esto último, una de las mayores contradicciones radica en que la prescripción curricular asume que todas y todos pueden aprender y que el sistema educativo tiene el imperativo ético de facilitar oportunidades para que eso ocurra, mientras que el oculto cree en que algunos alumnos no pueden aprender por las condiciones del entorno y/o sus propias capacidades, y el sistema educativo facilita, por la vía de los hechos, circuitos segregados de formación cuotificados por las expectativas de aprendizaje según el origen cultural, étnico y social del alumnado (García Huidobro 2009; Opertti 2011).

Estas contradicciones colocan en el tapete la discusión sobre el sentido y alcance de la educabilidad, esto es que “todo niño nace potencialmente educable pero el contexto social opera en muchos casos, como obstáculo que impide el desarrollo de esta potencialidad” (López y Tedesco 2002a: 9; López 2005). Asimismo, se abre la interrogante en torno a cómo los sistemas educativos transforman impedimentos en oportunidades de aprendizaje,  sustituyendo el paradigma de la desviación (énfasis en que las principales dificultades de aprendizaje están relacionadas con las deficiencias en las capacidades de alumnos y alumnas) por el de la inclusión (la principal dificultad radica en las respuestas insuficientes generadas por el currículo en lo relativo a organizar los contextos y las actividades de aprendizaje, Skidmore 2004; Ainscow & Messiou 2014).

Más reciente en el tiempo, la impronta evaluadora a niveles nacionales e internacionales (Iaies 2003) posiciona la discusión en el currículo logrado, principalmente en las áreas de lenguas, matemáticas y ciencias, y en los factores inter e intra sistema educativo que inciden en los aprendizajes (Benavot 2012; OIE-UNESCO 2013b). Generalmente se pone la mirada más en los resultados que en los procesos recortando el currículo a lo evaluable, colocando la evaluación fuera del desarrollo curricular y no tanto como herramienta para promover y motivar aprendizajes, y sin asimismo usar intensamente los resultados para mejorar la calidad de los procesos de aprendizaje (ver punto 4). En cierta medida, la evaluación recorta el aprender a lo que se entiende como “duro y básico o fundamental” (Gauthier 2014).

El currículo vivenciado por los estudiantes ha sido largamente postergado en su consideración como parte del currículo. El legado de entenderlo básicamente desde las expectativas y necesidades de las ofertas educativas y de los docentes, ha minimizado al sujeto alumno, más bien visualizado como un objeto y una meta de aprendizaje. Asimismo, se ha descuidado la comprensión de cada alumno/na como un ser especial que se expresa y aprende de maneras singulares. El cómo descubrir y motivar el potencial de aprendizaje de cada alumno queda relegado en las propuestas educativas que han optado por ver al currículo más como un insumo que como procesos y resultados. Por último, el currículo olvidado coloca en la discusión lo que se deja de enseñar y de aprender y que puede develar la falta de pertinencia del currículo en relación a las condiciones de sustentabilidad de las sociedades nacionales. 

  1. ¿Quién/es están a cargo del currículo?

Históricamente el currículo ha sido entendido como un instrumento de integración cultural, política y social sustentado en un Estado-Nación orientador, implementador y garante de la educación como derecho y bien público. La  visión estado céntrica del currículo fue en gran medida un artífice destacado del desarrollo de las identidades nacionales. Desde hace ya un buen tiempo, ese rol amplio del estado se ha visto sacudido por una conjunción de factores locales e internacionales, a saber principalmente: (i) las propias dificultades del estado en efectivizar el derecho a la educación como oportunidades efectivas de aprendizaje; (ii) una sociedad civil y un sector privados activos en el desarrollo de propuestas curriculares que tienen múltiples sectores culturales y sociales como destinatarios; (iii) la transnacionalización de las agendas, los marcos y los modelos educativos así como de los estándares y de las evaluaciones que allanan el camino para que ciertos temas “deban estar” necesariamente presentes en cualquier proceso de reforma y (iv) la emergencia de instituciones y actores internacionales que diversifican las fuentes y los contenidos tradicionales de influencia sobre las agendas nacionales.

Específicamente en relación a los temas curriculares, nos importa destacar seis elementos que contribuyen a contextualizar el escenario actual. En primer lugar, que en las iniciativas en torno a las metas 2015 de Educación para Todos (EPT) establecidas en el Marco de Acción de Dakar (UNESCO 2000), el currículo ha tenido más bien una incidencia baja como un sostén clave de los procesos de mejoramiento de la calidad de los aprendizajes. En segundo lugar, los organismos financiadores de programas educativos, en gran medida asociados a las metas EPT, han visualizado fundamentalmente al currículo como un insumo para el logro de la calidad implicando básicamente apoyo al armado e implementación de planes de estudios con énfasis en la provisión de infraestructura, equipamiento, textos y materiales didácticos. En tercer lugar, el foco de la atención en la última década se ha ido centrando en la calidad educativa al reconocerse los límites de programas solo orientados por la expansión de la cobertura educativa y la provisión de insumos y al constatarse asimismo, muy bajos niveles de aprendizaje con fuertes brechas de género, étnicas, territoriales y sociales, principalmente en los países en desarrollo (OIE-UNESCO 2013b; UNESCO GMR 2013/4).

En cuarto lugar, el renovado énfasis en la calidad de la educación en el marco de la agenda post-2015 enfrenta posiciones dispares, que mueven el péndulo entre propuestas que pretenden acotar calidad a la medición de aprendizajes y competencias en los llamados “núcleos duros” – básicamente lengua materna, matemática y ciencias – bajo el supuesto que lo que importa es lo que se mide, a otros planteamientos que amplían el abanico de dimensiones y áreas de aprendizaje a considerar y asimismo priorizan la reflexión y la acción pedagógica y curricular como fuente disparadora de diversidad de procesos de enseñanza y de aprendizaje que puedan conducir a mejores resultados (ver Punto 4). La necesidad de dar un sentido unitario e integrado a diferentes conceptualizaciones y enfoques sobre calidad es una tarea a encarar en la agenda post-2015 para fortalecer las propuestas curriculares y pedagógica (Tawil, Akkari & Macedo 2012).

En quinto lugar, la revalorización del rol del currículo aparece no sólo asociado a la constatación que reformas educativas exitosas dependen de sólidas propuestas curriculares (Moreno 2008) sino también a que los temas que informan crecientemente la agenda educativa tales como forjar una ciudadanía global y modelos de vida y de desarrollo sustentables, requieren de enfoques e intervenciones transversales a los niveles educativos que coloque la prioridad en qué, para qué, cómo, cuándo y dónde educar. Y finalmente en sexto lugar, la construcción y el desarrollo curricular se realizan en un escenario donde en buena medida nuevos actores como por ejemplo, los evaluadores/auditores internacionales de aprendizajes y competencias así como empresas que comercializan contenidos (principalmente en línea) a escala global, desafían al currículo presencial en sus objetivos, contenidos y estrategias. 

Atendiendo al conjunto de elementos mencionados y asumiendo que el  currículo es crecientemente valorizado como un asunto a la vez político y técnico, se requiere de un estado capaz de conducir el currículo asegurando el alineamiento entre los ideales y las aspiraciones genuinas de las sociedades nacionales y las propuestas educativas bajo una mirada abierta al mundo. No se trataría de más dirigismo y control estatal sin músculo orientador sino de efectivamente liderar y gestionar sistemas educativos y políticas educativas que faciliten la participación de diversidad de “stakeholders” en legitimar y sustentar el currículo, apelando a procesos de diálogos intensos, plurales y propositivos.

Ciertamente los riesgos de moverse hacia un escenario donde el estado redefine sus roles y asume un rol proactivo en orientar el currículo, son significativos pero a la vez gerenciables. En primer lugar, existe la tentación de caer en un estatismo omnicomprensivo y centralista que reduce las políticas públicas a las estatales, y no ambienta la generación de innovación desde los actores locales (la denominada territorialización de los espacios educativos; López 2005; Da Silveira 2014) y la sociedad civil en su conjunto. En segundo lugar, el desgaste del instrumento del diálogo si el mismo no conduce a procesos de cambio, y se queda simplemente en una invocación retórica a la participación. Y por último, las dificultades de orientar y de gerenciar el cambio involucrando diversidad de stakeholders y resguardando la visión y la unicidad del proceso.

  1. Cambios de tendencia en el desarrollo curricular

Tradicionalmente, las propuestas curriculares se asocian con las disciplinas como los ejes de la identidad curricular, con parcelas de saberes fragmentados que dificultan muchas veces abrigar una visión de conjunto (Morin 2009, 2011) y con una acumulación de información que resulta compleja de digerir por el estudiante y de conectarla con su entorno y vida diaria. La impronta disciplinar ha implicado en gran medida el reinado de las disciplinas definidas como duras – el claro ejemplo de las Matemáticas y de las Ciencias Naturales – que han seguido predominantemente una línea de transmisión de información privilegiando la acumulación de hechos, informaciones y saberes en lugar de favorecer la comprensión de lo que se puede hacer con esos saberes (Amadio, Opertti & Tedesco 2014) y recurriendo a situaciones didácticas que ejercitan la aplicación de conceptos.  En dichas situaciones, no se vinculan los saberes a recursos no cognitivos tales como los valores, las actitudes y las emociones sino más bien implican el uso de información proporcionada por el docente (Roegiers 2010).

Parecería ser que, en la actualidad, la discusión sobre las propuestas curriculares ha cambiado de dirección convergiendo una situación de desencanto con los recorridos tradicionales y una creciente coincidencia en la búsqueda de respuestas alternativas:

  • por un lado, la insatisfacción con los formatos tradicionales de currículo, pedagogía y evaluación que aparecen como desconectados de las motivaciones e intereses de los alumnos, que los consideran más como metas que como protagonistas de sus aprendizajes y que tienen dificultades para compartirles y explicarles el patrimonio cultural como punto de referencia para desarrollar e integrar sus aportes. Les cuesta a los enfoques tradicionales tomar debida nota de la creciente diversidad del alumnado – cultural, social e individual (Ainscow & Messiou 2014) -, del amplio abanico de condiciones para aprender y de estilos de aprendizaje, asociados en gran medida a la expansión y democratización de la educación básica y media, y al reconocimiento de la singularidad de cada alumno como un ser especial (Acedo & Opertti 2012).

 

  • por otro lado, la existencia de denominadores comunes de tendencias, temas y enfoques curriculares que fundamentan y sostienen procesos de reforma educativa y curricular en diversos tipos de sociedades y contextos, y que son interpretados y ponderados como ingredientes de una agenda educativa universal. La relativa uniformización de las agendas no es un tema reciente (Braslavsky 2001, 2002, 2005) pero si se ha acentuado su incidencia como resultado que información comparada y basada en evidencia acerca de los sistemas educativos, básicamente a través de las evaluaciones internacionales de aprendizajes y capacidades, es diseminada y “tomada prestada” por los países a niveles que no registran antecedentes (Benavot 2012).  Muchas veces las agendas educativas se importan y se asimilan acríticamente sin generarse discusión, contextualización, validación y apropiación.

Destacamos seis núcleos de temas que nutren esta agenda de ribetes universales.

4.1 Transnacionalización y localización de temas y competencias

El posicionamiento de un conjunto de competencias, temas y saberes generales y universales que se legitiman allende de los ámbitos nacionales y locales y que son visualizados como el meollo de un actuar competente en sociedad para gozar de una vida gratificante y productiva y poder encarar exitosamente los desafíos de un mundo incierto (Amadio 2014), tienen una fuerte presencia en las agendas educativas. Las referencias a competencias tales como comunicación, competencias sociales, digitales y cívicas, colaboración, pensamiento crítico y resolución de problemas, creatividad, aprender a aprender y manejo y apreciación de la diversidad así como a temas transversales tales como ciudadanía global (Ban ki-moon 2012), inclusión (Amadio & Opertti 2011; Acedo & Opertti 2012; Florian 2014; Opertti, Walker & Zhang 2014) y educación para el desarrollo sostenible  (Amadio 2014)  son moneda común en las propuestas curriculares contemporáneas en países del Sur y del Norte.

Igualmente de relevantes son las complejidades que países uniformemente mencionan en orden a la implementación y a la evaluación práctica de las competencias (Amadio 2014). Su rol y posicionamiento en la estructura curricular disciplinar y como se espera que las asignaturas contribuyan a su desarrollo (Voogt & Robin 2010), las tensiones y sinergias entre las competencias definidas a altos niveles de abstracción y su construcción socio-histórica en cada sociedad nacional, la necesidad de cambios sostenidos y profundos en la organización de los procesos de enseñanza y de aprendizaje y en la formación docente (Gordon, Halász, Krawczyk, Leney et al. 2009) y la implementación de renovados criterios e instrumentos de evaluación que sostengan el desarrollo de las competencias (Labate et al. 2010),  son también moneda común de preocupaciones y en muchos casos de desencantos con los resultados obtenidos.

Si bien los temas transversales y los enfoques por competencias se han ido transformando en un eje central de organización de las propuestas curriculares (Amadio 2014), su aterrizaje en el aula implica un complejo proceso de elaboración y desarrollo y cuyos resultados evidencian fuertes brechas entre la teoría y la práctica (Opertti 2008; Amadio 2014). Por un lado, el desafío de seleccionar entre numerosas propuestas y marcos de referencia de competencias que utilizan un vasto repertorio de enfoques, clasificaciones y terminologías y que puede contribuir a generar ambigüedad y confusión. Por otro lado, tener claridad en que el movimiento desde competencias universales a actuares competentes en la sociedad requiere de la mediación del currículo y de la pedagogía como construcciones glo-locales que les den sentido y espacios relevantes de aplicación a competencias tales como pensamiento crítico y resolución de problemas. A vía de ejemplo, sin tener problemas concretos que resolver la “resolución de problemas” no parece tener mucho sentido (Amadio, Opertti & Tedesco 2014). Por su parte, el concepto de actuar competente (Masciotra & Medzo 2009) no debe entenderse como acotado a la preparación de personas competitivas en el mercado local  y global sino más bien como la posibilidad concreta de ejercer la ciudadanía en varios órdenes de la vida ponderando componentes culturales, políticos, sociales y económicos.

  • Educar y aprender van de la mano

Principalmente en las dos últimas décadas, el péndulo de los debates y las propuestas educativas se mueven fuertemente del enseñar al aprender (UNESCO-OIE 2013b) colocando al alumno en el centro de las preocupaciones de los sistemas educativos como sujetos protagonistas y reguladores de sus aprendizajes (Dumont, Istance & Benavides 2010; OECD 2013; Cheng 2014). Este renovado énfasis en los aprendizajes está en el meollo del debate sobre las metas educativas post-2015 desde posicionamientos ideológicos y programáticos diversos. Identificamos cuatro bloques de preocupaciones:

 

  • la percepción generalizada que se está ante “una crisis del aprendizaje” (King & Palmer 2012; UNESCO GMR 2013/4; UNESCO-OIE 2013b) que tiene ribetes universales pero que penaliza más severamente a los grupos más marginales y pobres, y que se lee y reporta esencialmente a través de déficits de capacidades en lectura, escritura y matemática (la universalización de algunos indicadores que dan cuenta de la “medida” del sistema educativo);
  • un renovado discurso sobre el aprendizaje que pone el acento “en la dirección del aprendizaje en las escuelas”, en “los recursos y entornos de aprendizaje”, en “los docentes como profesionales del aprendizaje”, “en las pruebas y en los exámenes como evaluaciones para el aprendizaje” y en “las tecnologías como medio para liberar a los alumnos” (Cheng 2014:3);
  • una visión acotada de los aprendizajes centrada en lo que se considera como el “núcleo duro” desprendido en buena medida de la reflexión y consideración de valores, actitudes y emociones que los sustentan así como la mirada puesta más en medir y evaluar aprendizajes que en efectivamente mejorarlos (Archer 2014) con la consecuencias que esto implica en que se enseñe para las pruebas; y
  • la priorización e internacionalización de la medición de los aprendizajes a través de pruebas estandarizadas mientras que las dimensiones de los contenidos del aprendizaje – por ejemplo, los programas, las asignaturas y los libros de texto – son relativamente descuidadas (UNESCO-OIE 2013b). El énfasis se coloca en cuantificar carencias en materia de adquisición de saberes entendidos como básicos (lecto-escritura y matemáticas) así como brechas significativas en su distribución social (Amadio, Opertti & Tedesco 2014).

La tendencia a encorsetar los aprendizajes en dimensiones medibles que den cuenta de lo que se entiende “fundamental” que el alumno aprenda es objetado desde diferentes ángulos. En primer lugar, se cuestiona que los diversos tipos de aprendizajes puedan ser jerarquizados en función de su relevancia e utilidad de cara a contribuir a una formación ciudadana integral. En segundo lugar, se duda que los aprendizajes tengan como foco a disciplinas consideradas separadamente sin implicar una combinación de enfoques y temas que se nutren de los cruces y las sinergias entre las mismas disciplinas. En tercer lugar, se rebate la presunción que los aprendizajes pueden desarrollarse como resultado de enfoques cognitivos sin soportes en los valores y en las emociones, mutilando un entendimiento comprehensivo de las expectativas del estudiante y de las necesidades de apoyarlo. En cuarto lugar, se pone en duda que los aprendizajes medibles sean por sí mismos indicativos de las competencias y de los conocimientos que los estudiantes deben desarrollar para lograr un actuar competente en la sociedad.  

Una agenda alternativa a un enfoque encorsetado de los aprendizajes pone el acento en que diversidad de temas, áreas, procesos y experiencias de aprendizaje (Amadio, Opertti & Tedesco 2014; Aguerrondo, Vaillant et al. 2014) coadyuvan al logro de una formación integral y sólida, apelando al diálogo y a la complementariedad entre asignaturas así como a un amplio abanico de estrategias pedagógicas. Las discusiones en torno a la agenda internacional post -2015 parecen ayudar a posicionar los aprendizajes desde una visión más amplia y multifacética de la calidad educativa que engloba al sistema educativo, a sus alumnos/as, a las condiciones, a los contenidos, a los procesos de aprendizaje y a los resultados educativos, y que en definitiva deja de solo considerarse como un insumo para el aprendizaje para transformarse en una estrategia de desarrollo de los mismos (OIE-UNESCO 2013b).

La relevancia de los contenidos educativos para sustentar aprendizajes relevantes surge como un tema central en una agenda robusta sobre calidad educativa.  Por ejemplo, la iniciativa de “Educación ante todo” promovida por el Secretario General de Naciones Unidas, Sr. Ban Ki-moon, define como ámbitos prioritarios, “mejorar la calidad del aprendizaje” y “fomentar la conciencia de ser ciudadanos del mundo” (Ban Ki-moon 2012:12). En la fundamentación de la iniciativa, se reconoce la inadecuación “entre las competencias necesarias en el mundo de hoy y las adquiridas en el actual sistema educativo” (Ban Ki-moon 2012:19) como un factor que obstaculiza el logro de mejoras de calidad de los aprendizajes así como la obsolescencia de las propuestas curriculares y de los materiales didácticos para forjar una ciudadanía global respetuosa y responsable.

Por otra parte, la UNESCO señala que “además de la adquisición de conocimientos y competencias elementales, el contenido del aprendizaje debe promover la comprensión y el respeto de los derechos humanos, la inclusión y la equidad y la diversidad cultural, e impulsar el deseo y la capacidad de aprender a lo largo de toda la vida y aprender a convivir, todo lo cual es esencial para la realización de la paz, la ciudadanía responsable y el desarrollo sostenible” (UNESCO 2012).

El ensanchamiento de la mirada sobre los aprendizajes también se constata en el trabajo conjunto entre el Instituto de Estadística (UIS) de la UNESCO y el Centro para la Educación Universal (CEU) del Instituto Brookings en torno a la “Learning Metrics Task Force” (LMTF) [2]. Específicamente se mencionan siete dominios de aprendizaje para su evaluación: a saber, bienestar físico, social y emocional, culturas y los artes, alfabetización y comunicación, enfoques sobre el aprendizaje y cognición, habilidad para la aritmética y matemática, y ciencia y tecnología (LMTF 2013). No obstante lo voluntad de ampliar la mirada sobre los aprendizajes, sigue marcando más la agenda educativa global la impronta de medir aprendizajes (y sí hacerlo de manera más amplia) que la de también fortalecer procesos de aprendizajes que puedan conducir a mejores resultados (Mc Lean 2014). Se trata de caminos complementarios pero hoy por hoy tienen una atención y un peso muy desigual en la conformación de las agendas educativas nacionales, regionales y globales.

El desafío de fortalecer un entendimiento amplio de los aprendizajes supone también revisitar las relaciones entre el enseñar y el aprender mediadas en gran medida por el currículo y la pedagogía. Se trata de recordar que no hay instancias de excelencia educativa sin docentes y enseñanza de calidad (Hargreaves & Shirley 2009). El fuerte viraje hacia los aprendizajes en las propuestas educativas está provocando cierta desatención hacia el rol del educador, las competencias docentes y los apoyos requeridos para generar procesos de aprendizaje de calidad (Mc Lean 2014). Aun cuando se señala en que no hay educación de calidad sin buenos docentes y que en el marco de los consensos sobre la metas post-2015 (Acuerdo de Muscat, UNESCO 2014) se establece la necesidad de contar con docentes calificados, formados profesionalmente, motivados y apoyados, el discurso centrado prioritariamente en los aprendizajes y en particular en su medición, no está viendo suficientemente en el fortalecimiento combinado del rol docente, del currículo y de la pedagogía aliados de fierro. En particular, el esfuerzo pedagógico debería centrarse en articular las competencias cognitivas con el desarrollo de la conciencia moral, reconociendo la naturaleza emocional de los procesos cognitivos y la naturaleza cognitiva de las emociones (Pons, de Rosnay & Cuisinier 2010).

Un concepto amplio del educar es una base ineludible, aunque insuficiente por sí misma, para sostener el desarrollo de los aprendizajes. Sustentado en una conceptualización amplia de los aprendizajes,  educar supone congeniar aprender a aprender desde el punto de vista cognitivo y aprender a vivir juntos desde el punto de vista social, como una exigencia fundamental de las estrategias educativas destinadas a lograr el desarrollo integral de la persona (Sinclair 2004; Tedesco 2005, Tedesco, Opertti & Amadio 2013). Ya en el Informe “La educación encierra un tesoro” (Delors et al. 1996) se postulaba que ambos tipos de aprendizajes se deben considerar como un bloque único respondiendo a una visión y una estrategia educativa unitaria.

Identificamos por lo menos cinco principios orientadores (Tawil 2012) que podrían permear la reflexión sobre los desafíos del educar de cara a congeniar aprender a vivir juntos y aprender a aprender: (i) el reconocimiento de la diversidad de puntos de vista sobre el mundo y el reforzamiento de una visión plural y componedora sobre los conocimientos; (ii) la genuina preocupación por un desarrollo humano y social sostenible admitiendo diversidad de caminos alternativos al desarrollo acotado al crecimiento económico y al uso intensivo de recursos naturales; (iii) reforzar una visión amplia del aprender a lo largo de la vida sin fronteras ni vallas entre lo formal, lo formal e informal ni entre formas de administración; (iv) la superación de una visión utilitarista de la educación por la vía de reintroducir un enfoque humanístico que le dé un renovado propósito a la educación y (v) re-contextualizar el derecho a la educación como un bien público en la era digital que se debe explicitar en oportunidades efectivas de aprender (inclusión digital y pedagógica).

La preocupación por encontrar puntos de conexión y equilibrio entre educar en una serie de valores y referencias universales, asentado en una visión cosmopolita del mundo y de ciudadanía global (Tawil 2014), y los desafíos, las circunstancias y las realidades locales anclados en valores y referencias nacionales, constituye uno de los núcleos del debate curricular contemporáneo.  Una agenda integral de los aprendizajes coloca a la propuesta curricular ante el desafío de compatibilizar una mirada global abierta con un aterrizaje local pertinente.  Entre otras cosas, esto implica reconocer y hacer compatible la interdependencia de las sociedades nacionales en forjar un modo de vida sostenible (Hallinen & Holappa 2013) respetuoso de las identidades, enfrentar los riesgos que asolan al planeta y fortalecer las culturas locales potenciando los saberes nativos y valorizando sus respuestas frente a los desafíos que enfrentan las sociedades nacionales.

Las tensiones y las sinergias entre visiones más universalistas y localistas se reflejan fuertemente en el currículo.  Por ejemplo, tiene que ver sobre cómo congeniar una visión cosmopolita que abriga las identidades nacionales, respeta las diferencias y promueve la convivencia (educación civil) con el fortalecimiento de los asuntos de la política y la democracia así como de los derechos, deberes y responsabilidades de los ciudadanos (educación cívica). A título de ilustración, en América Latina, el análisis comparado de seis países señala que los temas relativos a la celebración de la diversidad y el pluralismo sociocultural se priorizan por sobre los relativos a la política en su conjunto y al voto ciudadano (Cox et al. 2014).

En una era de turbulencias y de reacomodos inciertos entre los mundos global y local, educar implica reafirmar valores y referencias universales que nos permitan actuar como ciudadanos competentes a escalas planetaria y nacional bajo un marco de complementariedades. Esto implica hacer frente, por un lado, a enfoques multiculturales (Lenoir, Xypas & Jamet 2006) que abogan por separar y segmentar bajo el argumento de resguardar las identidades, y por otro, a la imposición de pensamientos únicos y mono-culturalismos que rechazan y expulsan a los diferentes de la sociedad y del currículo. Enseñar y aprender a respetar y vincularse con el diferente, desarrollar fuertes sentimientos de adhesión a la justicia social, asumir valores de solidaridad y resolución pacífica de conflictos así como cambiar hábitos de consumo para contribuir a la protección del medio ambiente, exigen un fuerte compromiso cognitivo, ético y emocional (Amadio, Opertti & Tedesco 2014).

Educar para un mundo mejor y más solidario implica hacer suyo el imaginario de una sociedad justa, esto es aquella donde cada uno es reconocido y tratado como un individuo pero donde todos y cada uno son protegidos y asumidos en su eventual vulnerabilidad (FIET 2014). “Generar adhesión a la justicia en la sociedad del conocimiento implica estar en condiciones de manejar un repertorio muy importante de informaciones y de sus consecuencias éticas, y requiere de un núcleo fuerte de valores universales que refuercen los sentidos y las prácticas en torno a la justicia” (Tedesco, Opertti & Amadio 2013:4).

  • Marcos curriculares, una opción por un enfoque holístico y localizado

En diferentes regiones, los sistemas educativos se enfrentan al desafío de fortalecer la unicidad conceptual y operativa de sus propuestas educativas. La fragmentación de temas, saberes, enfoques, ofertas y ambientes de aprendizaje entre y al interior de los niveles y ciclos educativos, principalmente entre primaria y media, impide muchas veces que los sistemas educativos abriguen una visión holística del educar y del aprender, y no coadyuva por cierto a un tránsito fluido de los estudiantes de un nivel a otro (exteriorizado por ejemplo en las tasas de deserción o expulsión del sistema educativo según desde donde se lean los datos). La alternativa de una restructuración de ciclos y niveles, asentados en enfoques curriculares y pedagógicos comunes a los mismos, se expresa crecientemente a través de los marcos curriculares. 

Dichos marcos constituyen formas de gestar y reflejar los acuerdos políticos y sociales en torno a una visión educativa que se traduce en un conjunto de requerimientos y regulaciones que orientan la implementación y la evaluación del currículo a niveles locales y del centro educativo (OIE-UNESCO 2013a; Stabback 2014). Los mismos tienden a estructurarse en torno a temas y competencias transversales y a diversas combinaciones de los niveles inicial, básico y medio - ciclos educativos extendidos- atendiendo a una visión unitaria de sistema educativo, con fuerte articulación institucional y programática entre sus niveles y que priorizan al alumno y a los procesos de aprendizaje como el norte de referencia de las propuestas educativas. En efecto, constituyen un modo de expresar y de darle coherencia al currículo planeado, adoptando la forma de documentos abiertos de escala nacional, cuyo propósito es establecer los parámetros dentro de los cuales se debería desarrollar el currículo, contemplando los recursos pedagógicos y materiales de aprendizaje, la gestión de los establecimientos educativos y las formas de evaluación.  

Marco curricular no significa un currículo único sino un conjunto coherente y secuenciado de orientaciones y criterios a nivel nacional que habilitan y apoyan el desarrollo de diversidad de ambientes de aprendizaje y ofertas educativas, así como facilitan el desarrollo del currículo en el centro educativo conectado con las realidades y los desafíos locales en el marco de una mirada abierta al mundo y a la sociedad nacional en su conjunto. El marco curricular habilita pues construcciones y desarrollos «glolocales» en la línea que se ha mencionado en el punto 4.2. Los planes de estudio y las disciplinas cobran sentido en función de las orientaciones programáticas contenidas en el marco curricular – por ejemplo a través de los temas transversales -. En definitiva, los marcos curriculares pueden ser vistos como una suerte de constitución para los sistemas educativos que les permite sustanciar sus propósitos y finalidades en una serie de disposiciones y procesos que conecten efectivamente el currículo diseñado con el implementado y logrado (OIE UNESCO 2013a).

La complementariedad entre contenidos universales y comunes a niveles, ofertas y centros educativos, y diferenciados e individualizados asociados al desarrollo del currículo de centro educativo y a fortalecer el protagonismo de los alumnos en sus itinerarios de formación y aprendizajes, es un atributo destacado de las reformas curriculares contemporáneas. Los márgenes de responsabilidad y de actuación de los centros educativos, muchas veces ambientados por la existencia de marcos curriculares,  parecerían estar más asociados a desarrollar su propia propuesta curricular, implicando la combinación de asignaturas, contenidos y tiempos de instrucción, que a solo contextualizar los contenidos definidos a nivel central. Ya no se trataría ni de implementar una reforma de arriba abajo ni de aterrizar contenidos definidos centralmente ni de “entregar” currículos por docentes sino de localizar el currículo asumiendo el centro educativo la responsabilidad de definir aspectos medulares del qué y cómo educar en el marco de orientaciones generales claras y vinculantes. Este enfoque basado en el currículo de escuela tiene una fuerte predominancia entre los países de la OCDE que confían en general las decisiones de qué y cómo ensenar a los centros educativos en un marco general que orienta, da seguimiento y evalúa (Kärkkäinen 2012). 

La idea de localización permite pues ver la necesidad que el currículo sea a la vez centralizado y descentralizado. El debate gira principalmente a “cuán prescriptivo tiene que ser el currículo diseñado a nivel central y qué grado de autonomía en los procesos de toma de decisiones debe conferirse a los docentes para su adaptación y aplicación” (Amadio, Opertti & Tedesco 2014:3). A sabiendas de la inexistencia de un modelo ideal y universalmente aplicable, la discusión debería ponderar los componentes pedagógicos y evitar un enfoque marcadamente economicista (costo-beneficios, eficiencia, rentabilidad, rendición de cuentas).

Bajo esta idea de complementariedad entre niveles, los contenidos curriculares son crecientemente caracterizados como situaciones de aprendizaje y de vida que implican la movilización de recursos cognitivos y emocionales a través de la conjunción de las voluntades, los conocimientos, las capacidades, los valores y las actitudes. Estas situaciones suponen una nueva forma de articular la relación entre el currículo y la sociedad donde la carga de la prueba de la relevancia de la propuesta curricular estriba en su capacidad de conectar con las demandas sociales y productivas, y las culturas juveniles (Dussel 2013). La legitimidad y el rol de las asignaturas son en orden a su valor agregado a la visión educativa y curricular y a transformarse en instrumentos de pensamiento para el desarrollo de los aprendizajes requeridos a la luz de las competencias/capacidades/destrezas que vertebran la propuesta curricular (Halinen & Holappa 2013). El enfoque por situaciones no minimiza la importancia de las asignaturas ni de los conocimientos sino los fortalece en su capacidad de incidir en cómo el alumno enfrenta varios órdenes de desafíos de la vida. Actuar competentemente es poder saber que conocimientos se requieren movilizar en determinada situación mediados por valores y actitudes (Masciotra & Medzo 2009).

Por otra parte, la discusión sobre los contenidos tiene también que ver con cuáles son considerados a nivel nacional como parte de un núcleo central común. El meollo de esta discusión es político-curricular ya que en gran medida se trata de definir el sentido y el alcance de la acción del estado en cuanto a promover y consensuar valores y referencias universales que orienten la definición de los perfiles de egreso y el encuadramiento de los aprendizajes perseguidos.

A vía de ejemplo, el debate en torno a la formación ciudadana ilustra campos de acuerdo y de fricción entre estado, familia y comunidades sobre responsabilidades y roles. Tomando algunos casos de referencia, mientras que en España la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE 2013) impulsada por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, elimina la asignatura Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos del último ciclo de educación primaria y de toda la educación secundaria y plantea alternativamente que los alumnos elijan entre religión confesional (asignatura específica) y una materia alternativa obligatoria que se denomina Valores Sociales y Cívicos en Primaria y Valores Éticos en la Educación Secundaria Obligatoria (ESO), en Francia el Ministerio de la Educación Nacional, de la Educación Superior y de la Investigación (2012) promueve fortalecer la enseñanza de la moral laica en el currículo de la educación primaria y media con el objetivo de enseñar y compartir los valores de la República (nociones de una moral universal basadas en las ideas de humanismo y de la razón). Por su parte, en Inglaterra el Departamento de Educación (2013) establece que los centros educativos tienen libertad para desarrollar su propio currículum para la asignatura estudios de ciudadanía que mejor responda a las necesidades de sus estudiantes en las edades de 11 a 16 (grados 7 al 11).

  • Diversidad y personalización, cara y cruz de la educación inclusiva

La discusión sobre la educación inclusiva está cada vez más circunscripta y concebida en el marco de repensar las responsabilidades y los roles de los sistemas educativos para sustentar una educación de calidad para todas y todos (Opertti, Brady & Duncombe 2009; Amadio & Opertti 2010; Ainscow 2014; Florian 2014; Opertti, Walker & Zhang 2014; Slee 2014). Una visión más tradicional tiende a visualizar a los sistemas educativos como oferentes de servicios, principalmente acotados al ámbito formal, y caracterizados por una multiplicidad de instituciones, actores y programas que no necesariamente trabajan de manera articulada bajo una visión común de largo plazo. Alternativamente, se les visualiza como forjadores y facilitadores de oportunidades de aprendizaje, sustentados en un abanico flexible, diverso y vinculante de ofertas, ambientes y procesos educativos y curriculares, e integrando de manera complementaria lo formal con lo informal y lo público con lo privado (Banco Mundial 2011; Opertti 2011; Marope 2014).

Los sistemas educativos no logran sólo legitimarse y sustentar buenos resultados por el volumen de inversión y gasto que realizan para mejorar los insumos de enseñanza y las condiciones de trabajo docente.  Los que parecen ser más efectivos, como por ejemplo los casos de Corea, Escocia, Finlandia, Japón y Singapur, tienen una marcada y permanente preocupación por darles a todos los estudiantes una oportunidad real de aprender, de no dejar a nadie atrás, de localizar y de apoyar los potenciales de aprendizaje de cada estudiante y de promover ejes de formación relevantes por igual al desarrollo individual y colectivo. La evidencia de los sistemas más exitosos radica en que las propuestas educativas y curriculares motivan, provocan y hacen aprender y desarrollar competencias para la vida y el ejercicio de la ciudadanía. En estos sistemas no hay «no educables», así como no hay excusas ni se liberan responsabilidades frente a que los alumnos “no pueden aprender” en virtud de la precariedad de sus contextos culturales, sociales y económicos (Tucker 2011; Halinen & Holappa 2013; Armstrong 2014; Lee 2014).

Un sistema efectivamente inclusivo requiere de cambios profundos y sustentables en las mentalidades, culturas, políticas y prácticas que se potencien mutuamente. El reto parecía radicar en moverse desde sistemas tradicionales burocráticos donde muy pocos estudiantes aprenden, hacia sistemas modernos facilitadores donde todos los estudiantes necesitan aprender a altos niveles (Schleicher, 2011). La mirada en el aprender, característica central de los sistemas educativos inclusivos, exige vincular tres elementos: (i) alta calidad de los conocimientos compartidos por los docentes con los estudiantes en la diversidad de áreas de aprendizaje y disciplinas (la búsqueda de la excelencia); (ii) generar multiplicidad de oportunidades de aprender donde se puedan aplicar competentemente los conocimientos —apertura a la sociedad—; y (iii) fuerte énfasis en valores, actitudes, capacidades y competencias que forjen y evidencien el aprecio por la libertad, la solidaridad, la paz, la justicia, la excelencia, la creatividad, la innovación, entre otros valores fundamentales.

No se trata sólo de abogar genéricamente por la inclusión, de asignar más recursos para invertir en infraestructuras y equipamientos estimados como necesarios, de ajustar el currículo muchas veces reducido a un insumo para el aprendizaje o de introducir cambios en la formación de educadores y en las estrategias de desarrollo profesional de los educadores. Más bien, la educación inclusiva implica inicialmente, y ante todo, la apertura, el convencer y convencerse, la voluntad y las competencias para entender y apoyar la diversidad de características, circunstancias, expectativas, necesidades y estilos de los estudiantes como múltiples fuentes inspiradoras para democratizar y mejorar las oportunidades, los procesos y los resultados de los aprendizajes y el desarrollo de capacidades para la vida. Entre otros aspectos fundamentales, implica que los educadores estén convencidos y promuevan activamente prácticas inclusivas en ambientes colaborativos de aprendizaje.

La educación inclusiva puede entonces verse como un principio transversal a la organización y al funcionamiento de los sistemas educativos que facilita los procesos de enseñanza - aprendizaje. En efecto, es una forma de fortalecer el sentido y el marco universalista de las políticas sociales moviéndose progresivamente desde un enfoque que busca igualar a través de una propuesta homogeneizadora, a otra que busca incluir a través de una atención diferencial y personalizada, construyendo sobre la base de las diversidades de los estudiantes (Ainscow & Miles 2008; Ainscow 2014) y reduciendo las disparidades que obstaculizan la democratización de los aprendizajes. La diversidad es un activo de la inclusión mientras que la disparidad un impedimento.

La contracara de asumir la diversidad y la especificidad del ser especial de cada alumno es la personalización de la educación. Esto supone activar el potencial de aprendizaje del ser especial de cada alumno respetando sus ritmos de progreso y haciendo un efectivo uso de los avances de la piscología cognitiva y de la neurociencia sobre cómo aprendemos (Abadzi 2006; Marina 2011).  Dicho avances nos indican que el aprendizaje personalizado implica diversos tipos de aprendices, diversidad de estrategias para almacenar y sacar sentido de la información y reafirman el rol central del cerebro en el aprendizaje (Hughes 2014; UNESCO-IBE & International School of Geneva 2014). 

Personalizar la educación no implica la sumatoria de planes individualizados de atención al estudiante desligados y abstraídos de un entorno colectivo de aprendizaje con otros pares, sino apoyar su potencial de aprendizaje trabajando en ambientes con diversidad de contextos y de estudiantes. Personalizar es respetar, comprender y construir sobre la singularidad de cada persona en el marco de ambientes colaborativos entendidos como una comunidad de aprendizaje (Florian & Black-Hawkins 2010), donde todos se necesitan y se apoyan mutuamente (Hart & Drummond 2014).

Por otra parte, la educación inclusiva implica la atención diferencial y la acción afirmativa a individuos, grupos y contextos reconociendo y entendiendo sus expectativas y necesidades, y a la vez conectándolas con el conjunto de la sociedad en un marco universalista de política pública. Este tipo de atención no puede implicar ni separación, ni segregación, ni estigmatización de ofertas y ambientes de aprendizaje. Bajo esta concepción, la focalización puede constituir un instrumento poderoso de la política pública para el logro de la atención diferencial siempre necesitando de marcos universales que claramente establezcan visiones, objetivos y resultados comunes para la diversidad de poblaciones y grupos.

Tal cual se ha señalado, el currículo es un instrumento de la política educativa que busca promover aprendizajes relevantes a la sociedad y pertinentes al individuo, pero por sí solo no pasa de ser un documento que prescribe objetivos, contenidos y resultados esperados. El currículo necesita de una institución que se apropie del mismo para desarrollarlo, no como una prescripción impuesta para implementar, sino como oportunidades y procesos de enseñar y de aprender a la medida de los estudiantes. Pero la institución por sí sola corre también el riesgo de prescribir acciones si no convence y compromete a sus actores en el desarrollo curricular. Se requiere de un educador que tenga las competencias para hacer uso a la carta del currículo, aterrizando objetivos, jerarquizando ejes de formación y contenidos, seleccionando enfoques curriculares, estrategias pedagógicas y criterios de evaluación que respondan al ser especial de cada uno de los estudiantes (Burns & Shadoian-Gersing 2010; Opertti & Brady 2011; Forlin 2012; Lopater 2014). El educador por sí solo no puede personalizar la educación si el currículo y las instituciones no son amigables. En suma, el diálogo y las sinergias entre currículo -  centro educativos – docentes es clave para concretar la educación inclusiva en prácticas eficaces.

 

  • Digitalización del currículo y ensanchamiento de las oportunidades de aprendizaje

La creciente disponibilidad y uso de estrategias y recursos en línea (las puntas de un currículo digital) interpelan la visión de un currículo presencial concentrado en la transmisión de información y de contenidos disciplinares. No se trata de ponerlos en competencia, ni asumir que lo digital sustituye lo presencial ni contribuir a generar circuitos paralelos de formación que alimenten la segregación y el ensanchamiento de las brechas. Tampoco se trata de trasladar ipso facto las metodologías de formación presencial al mundo en línea ni tampoco de sustituir los libros de textos y las clases presenciales por las “flipped classrooms” o las MOOCs (Massive Open Line Courses) “entregando” información y conocimiento pero en otro formato (Fullan & Langworthy 2014).

La presencia omnicomprensiva del mundo digital es un dato firme de la realidad, cada vez más extendido a los países del sur – por ejemplo, en Africa, hay más de 650 millones usuarios de teléfonos móviles, Schmidt & Cohen 2013-.  El mismo constituye una ventana de oportunidades, entre otras cosas, para explorar nuevas formas de inclusión y diversificación de ruteros de aprendizaje asociadas a dispositivos tales como las tabletas y los teléfonos móviles (Schmidt & Cohen 2013). También facilita al docente la posibilidad de recurrir a los recursos en línea para ampliar el abanico de estrategias pedagógicas que permitan atender las diversidad del alumnado así como personalizar la propuesta educativa poniendo a disponibilidad de los mismos un sin número de propuestas que les permitan seleccionar tareas alineadas con sus motivaciones e intereses.

Asimismo, la digitalización del currículo por la vía de recursos y contenidos en línea crecientemente accesibles a escala global, interpela la capacidad del estado de dar sentido y dirección al uso de las tecnologías en el marco de las políticas educativas y de las propuestas curriculares. Sin el rol orientador y garante del estado, la digitalización del currículo puede tener el efecto contraproducente de ahondar las brechas culturales y sociales, y de establecer un currículo paralelo al oficial que se dé por “mejor” y “validado”. 

Este mundo digital nos coloca pues ante el desafío de repensar algunas de los elementos medulares del sistema educativo, a saber las relaciones entre política educativa, currículo y pedagogía, y entre docentes y alumnos. En general, los sistemas educativos han optado por avanzar en facilitar la inclusión digital (por ejemplo, proporcionando a alumnos de primaria y/o media una laptop; Valiente 2010) y en poner a disposición recursos y contenidos en línea, pero les cuesta progresar en la inclusión pedagógica a partir de cambios curriculares, docentes y pedagógicos que la sustenten. Los estándares curriculares y de evaluación que fundamentalmente miden la reproducción de contenidos constituyen una de las mayores barreras a la adopción generalizada de nuevas pedagogías que permitan darle sentido y sustentabilidad a la inclusión digital (Fullan & Langworthy 2014).

Consideramos que currículo y pedagogía van de la mano en la búsqueda de una eficaz cohabitación entre la escuela presencial y el mundo digital. El currículo debe dar orientaciones consistentes y claras sobre para qué y qué se quiere educar explicitado en un conjunto de aprendizajes esperados y cómo sus diferentes componentes deben estar direccionados a apoyar los aprendizajes. Por su parte, en el marco de una visión curricular, la pedagogía debe proporcionar los modelos de aprendizaje y de enseñanza, que facilitados por el uso de los recursos y contenidos en línea, posibilita que el estudiante pueda apropiarse, producir y usar conocimientos para encarar desafíos y situaciones de la vida real (Fullan & Langworthy 2014). Las tecnologías entendidas como procesos a ser desarrollados y no como herramientas para ser aplicadas (Aguerrondo, Vaillant et al. 2014) deben contribuir a y formar parte de una visión renovada del currículo y de la pedagogía.  

Ciertamente la digitalización del currículo coloca en el tapete la discusión en torno al perfil y rol docente requeridos para sostener procesos y resultados de calidad. El péndulo tiende a moverse, a veces sin mayores transiciones, entre las visiones contrapuestas de docentes transmisores y facilitadores. Más allá de las dificultades de definir el rol docente por un solo atributo, entendemos que transmisión y facilitación pueden contribuir pero ciertamente no agotan el sentido último ni el cometido esencial del docente.

Ante todo, el docente es un educador con mandato ético que asumiendo un compromiso vinculante con los objetivos que la sociedad le asigna a la educación y con el desarrollo integral del educando, lidera los procesos de aprendizaje que facilitan a cada alumna/no una oportunidad real de aprender.  Su rol, de expertos orquestadores de entornos de aprendizaje para el logro de competencias contemporáneas complejas en los estudiantes (OECD 2013), es entender al alumno en su globalidad, indivisible en componentes cognitivos y emocionales, tener como horizonte su bienestar global y orientarlo/apoyarlo para que sea protagonista y regulador de sus aprendizajes. En suma, un docente de calidad parece reunir tres atributos: (i) un alto nivel de inteligencia general; (ii) un manejo sólido de las disciplinas enseñadas y (iii) evidenciar una alta aptitud para comprometer a los estudiantes y ayudarles a entender lo que está siendo enseñado (Tucker 2011).

El desarrollo curricular contemporáneo, algunos de cuyos temas hemos esbozado en los puntos anteriores, abre interrogantes sobre el rol docente y la necesidad de repensarlo. La glo-localización de las propuestas educativas ya referida torna caduca la figura de un docente implementador de currículos prescriptos de arriba hacia abajo y plantea su sustitución por un docente que co-desarrolla el currículo entrelazando expectativas y demandas globales, nacionales y locales. El acento en el actuar competente de los alumnos desafía al docente a afinar la comprensión de sus entornos y a entender el conocimiento como una herramienta, insustituible pero no suficiente, para responder a desafíos y situaciones de la vida diaria.

El docente tiene la responsabilidad de ensanchar las oportunidades de aprendizaje de sus alumnos levantando barreras a la participación y a los propios aprendizajes, y considerando los dominios afectivos, sociales e intelectuales de desarrollo del alumno como un todo integrado. Los principios pedagógicos de (i) que docentes y alumnos trabajan conjuntamente como socios, considerando a niñas y niños como aprendices activos y constructores de sentido; (ii) que las decisiones en el aula son tomadas en el interés de todos y que el grupo es un poderoso recurso para el aprendizaje de todos y (iii) todos los niños y todas las niñas pueden y quieren aprender  y que pueden ser infinitamente ingeniosos si se les apoya adecuadamente (Hart & Drummond 2014), habilitan a concretar el potencial de aprendizaje de cada alumno reafirmando el carácter interactivo y colaborativo de los aprendizajes.

Asimismo, el mundo digital refuerza aún más la necesidad que el docente actúe como una especie de brújula frente a los flujos de información (Savater 2012), compartiendo conceptos y marcos de referencia para dar sentido y explicar fenómenos y situaciones. Como señala Umberto Eco (2014), “Internet le dice “casi todo” (a los estudiantes), salvo como buscar, filtrar, seleccionar, aceptar o rechazar toda esa información”. En el marco de los procesos meta-cognitivos que hoy exige una sociedad intensiva en información, no sólo debemos desarrollar nuestra capacidad de abstracción sino la capacidad de juzgar los procesos de abstracción que realizan los dispositivos tecnológicos. La relación de las personas con los flujos de información esta mediada por procesos cognitivos, emociones y valores.

Por otra parte, el mundo virtual podría visualizarse como un espacio de relativa horizontalidad en las relaciones entre alumnos y docentes donde se comparten recursos, se acuerdan tareas, se apoyan mutuamente y aprenden unos de otros. Se generan alianzas para el aprendizaje (Fullan & Langworthy 2014) que conectan con las motivaciones de sus estudiantes y los comprometen en sus aprendizajes. Uno de los mayores desafíos es facilitar el acceso a un conocimiento personal a medida de cada estudiante que abre un sin número de posibilidades a la producción, aplicación y diseminación de conocimientos al mundo real. En gran medida, las propuestas curriculares deben tomar nota y aprovechar el espacio virtual como ampliación de las oportunidades de aprender a sabiendas que los jóvenes se reconocen como peces en el agua en ese espacio (Balardini 2014).

El docente tiene que ajustar los enfoques, los contenidos y los tiempos de instrucción presenciales para descongestionarlo de la transmisión de información y de tareas conexas que pueden hacerse por línea y poder en cambio enfocarse en orientar y retroalimentar al estudiante a partir de sus preguntas, incertidumbres y comentarios. El tiempo presencial se concentra pues en apoyar el progreso de cada estudiante facilitando el trabajo pausado en las áreas en que necesita ser apoyado (Hughes 2014).

Renovados roles docentes en el marco de una concepción curricular que congenia los mundos presencial y digital, allanan el camino para que los alumnos tengan más y mejores oportunidades de aprender en diferentes formatos, de sus pares y docentes, así como cimienta la confianza y otorga más autonomía para que asuman un rol activo en el desarrollo de sus propios aprendizajes conectando sus motivaciones con las tareas del aprender. El currículo debe encontrar en los espacios virtuales una mano amigable para explorar respuestas frente a las brechas tecnológico-culturales que separan a los jóvenes de los adultos. “Las mediaciones tecnológicas, las imbricaciones de nuevas tecnologías con los cuerpos juveniles, el modo de procesar los vínculos y las emociones, son cuestiones que difieren notablemente de una a otra generación” (Balardini 2014: 1).

La necesidad de renovar el rol docente en la línea que se ha mencionado, debe también implicar recrear las bases de confianza mutua y la empatía con el sistema educativo y la sociedad en su conjunto (PRELAC 2005). Las emociones y las narrativas docentes son de igual de importantes de entender y apoyar que la consideración de las emociones de los alumnos como soportes de sus aprendizajes. No se puede ni se debe pensar el rol docente abstraído de las emociones, las creencias y las narrativas de los docentes así como tampoco de contextos y circunstancias complejas en que se desempeña (Tedesco & López 2012b). “Muchas veces se les convoca y exige a los docentes que resuelvan problemas sociales de toda índole, se les abruma con listados interminables de estándares de desempeño y objetivos a alcanzar, mandatados a implementar reformas curriculares que no entienden ni se han apropiado, presionados a rendir cuentas sobre resultados que no se contextualizan y obligados a aceptar condiciones de trabajo frecuentemente precarias e insatisfactorias. En tales condiciones, los docentes pueden llegar fácilmente a perder el aspecto más desafiante y apasionante de su labor: cómo educar los ciudadanos del mañana (Amadio, Opertti & Tedesco 2014).

 

  • Recentrar la discusión sobre la evaluación en el currículo

Globalmente considerada, la evaluación de los alumnos es un fuerte sello de la identidad de los sistemas educativos, de cómo se encaran los procesos de enseñanza y de aprendizaje y de cómo sirve de evidencia para fortalecer o bien dictar “sentencia” sobre el funcionamiento de los sistemas educativos (Benavot 2012; Tedesco, Opertti & Amadio 2013). Los sentidos, los contenidos y las consecuencias de las evaluaciones son parte medular de las discusiones en torno a la inclusión, la democratización de las oportunidades educativas, sobre el tipo de sociedad que se quiere forjar y en qué visión educativa y curricular se asienta.

Los debates y acuerdos en torno a la evaluación afectan al currículo de múltiples maneras. En primer lugar, un línea fuerte de argumentación concibe a la evaluación como externa al currículo orientada a dar cuenta de logros de aprendizajes y de desarrollo de competencias pero no se le visualiza suficientemente como un aspecto medular de los procesos de aprendizaje que compromete y sostiene al alumno (Savolainen & Halinen 2009; Labate et al. 2010).La externalidad al currículo viene también dada porque muchas veces la evaluación cumple el rol de selector social para “bloquear” oportunidades de progresar en el sistema educativo y donde el currículo debe ser funcional a ese propósito.

El debate sobre la evaluación se nutre de complejas intersecciones entre educación, política, comunidades y familias. El imaginario de una “Educación Harvard”, ya desde el nivel inicial, es cada vez más fuerte en las sociedades, y mueve a madres y padres, a veces angustiosamente, a tratar de darles a sus hijos las que consideran las mejores oportunidades educativas. La niña, el niño y el adolescente se transforman en objetos y objetivos cuantificables de rendimiento que deben pasar muchas veces por pruebas de alta consecuencia[3], frecuentemente  desde la educación media básica, para poder acceder a estudios terciarios y continuar “la travesía del aprendizaje” hacia las maestrías y los doctorados (Opertti 2011).

Es interesante de observar como los espacios curriculares con intencionalidad innovadora chocan muchas veces con una impronta evaluadora que caracteriza fuertemente a los sistemas educativos. Por ejemplo, en China, desde el 2001 se viene avanzando significativamente en otorgarle al centro educativo la responsabilidad de desarrollar una porción del currículo de educación básica (alrededor de una quinta parte, Muju 2007). Subyace a esta iniciativa colocar al estudiante en el centro del sistema educativo y en progresar desde prácticas de clase frontal que transmiten conocimiento e información a través de un currículo asignaturista y basado en los libros de texto, a prácticas que promuevan el desarrollo de las competencias de los alumnos relacionadas con las necesidades de desarrollo económico y social de China. Esta propuesta de currículo de centro puede colidir con una visión y una práctica de la evaluación asociada fuertemente a los exámenes de ingreso a la educación media superior y a las universidades y que tiene una fuerte influencia en cómo los docentes organizan el proceso de aprendizaje respondiendo a demandas de comunidades y familias (Wang 2012). La intencionalidad de desarrollar competencias puede quedar opacada por la prevalencia de la instrucción en torno a contenidos disciplinares que preparan para exámenes que operan como filtros.  

Otro ejemplo es Japón cuya reforma curricular del 2002 planteaba, entre otras cosas, reducir la presión sobre los docentes, otorgarles mayor autonomía y desarrollar los intereses intrínsecos de los estudiantes por el aprendizaje. A efectos de contribuir a esos objetivos, se introdujo una disciplina denominada “Estudios Integrados” que facultaba a los docentes a tomar iniciativa sobre qué enseñar y cuantas horas dedicarle, y a la vez permitía a los estudiantes elegir su proyecto. Los docentes japoneses están habituados a enseñar basado en libros de textos, se conciben a sí mismos como especialistas de disciplinas y sienten la presión de los padres que están principalmente preocupados con que sus hijos estén bien preparados para abordar los exámenes por disciplina previstos al final de la educación media superior. Los informes sobre cómo funcionó “Estudios Integrados” indica que los profesores priorizaron sus disciplinas, y usaron el tiempo de dicho espacio para poder completar lo que no habían tenido tiempo de enseñar en sus clases y de hecho aprovecharon la autonomía para responder a las inquietudes de los padres sobre la calidad de la educación y en particular sobre los exámenes (Bjork 2009).

En un segundo lugar de preocupaciones, la distorsión y reducción del “espíritu y valor” del currículo a lo que se mide y por ende importa contribuye a que las propuestas curriculares sean crecientemente evaluadas por los niveles de suficiencia establecidos en las pruebas internacionales. El fuerte predominio de las evaluaciones internacionales y regionales, de carácter sumativo, se basa en gran medida en la utilización de “un único indicador para evaluar los niveles de conocimientos básicos y capacidades adquiridas por los estudiantes principalmente en tres áreas  curriculares: el lenguaje, las matemáticas y las ciencias” (OIE-UNESCO 2013b:4).  El currículo tiene que “reportar” a la evaluación concentrándose en las áreas denominadas “duras” del conocimiento como su norte de referencia.  Esta tendencia a que las agendas de reforma curricular se aliñen con los indicadores de pruebas internacionales, viene creciendo. Por ejemplo, en la propuesta de reforma educativa de Malasia 2013-2025,  el Ministerio de Educación aspira a posicionarse en el tercio superior de evaluaciones internacionales como PISA y TIMSS en un período de 15 años como indicador de acceso equitativo a una educación de calidad (Ministerio de Educación de Malasia 2013).

Y en tercer lugar, el reposicionamiento de la evaluación como un componente central del currículo implica darle mayor peso a la concepción de la evaluación como aprendizaje (UNESCO-OIE 2013b) y a los criterios e instrumentos de evaluación formativa. La discusión sobre los aspectos formativos no debiera darse en contraposición a instancias sumativas sino estableciendo roles complementarios de cara a visibilizar y apoyar las oportunidades de aprendizaje. Por otra parte, la evaluación en el currículo debe guardar coherencia con los enfoques curriculares que sustentan los procesos de enseñanza y de aprendizaje, respondiendo a una visión educativa unitaria y compartida. Por ejemplo, es frecuente constatar que las reformas curriculares optan por introducir los enfoques por competencias como criterio organizador de los planes de estudios y de los materiales educativos pero mantienen un formato de evaluación por pruebas sumativas y exámenes que no permite evaluar precisamente las competencias (por ejemplo, caso de América Latina, Opertti 2008).

También se debe tener en cuenta que muchas veces los docentes de disciplinas se sienten más a gusto con un enfoque sumativo de la evaluación ya que permite “testar” de manera más clara y lineal principales ideas y conceptos transmitidos a los estudiantes. Alternativamente un enfoque formativo direcciona la mirada docente hacia cómo el alumno va aprendiendo, repara en conocer sus estilos de aprendizaje y usa las retroalimentaciones a las propuestas docentes para fortalecer las oportunidades de aprender. La calidad de la retroalimentación es clave para apuntalar los procesos de aprendizaje. 

 

  1. Algunas puntas para la agenda curricular del siglo XXI

 

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[1] Massimo Amadio y Renato Opertti son especialistas de programa en la Oficina Internacional de Educación de la UNESCO (Ginebra, Suiza). Juan Carlos Tedesco es profesor de política educativa en la Universidad Nacional de San Martín (Buenos Aires) y precedentemente se desempeñó como Ministro de Educación de la República de Argentina.

[2] El propósito último de la LMTF es mejorar los aprendizajes de los estudiantes a escala global. Su foco es mejorar la medición de los aprendizajes y el uso de la información. Entre sus objetivos principales, se plantea ser (i) un catalizador de la conversación mundial sobre educación con foco en el acceso a más aprendizaje y (ii) generar consensos sobre indicadores globales de aprendizaje y acciones para mejorar la medición del aprendizaje en todos los países.

[3] Una prueba de alta consecuencia tiene tres características básicas: (i) es una evaluación única: (ii) claramente distingue entre aquellos que pasan de aquellos que pierden, y (iii) pasarla o reprobar tiene una consecuencia directa (algo valioso en juego).

 

 

 

Ubicación

3-JCT BIE Currículum

Material inédito

Título del archivo Word: "Paper N°9"

Fecha del archivo: 27 de septiembre de 2014.