EDUCACION Y DESIGUALDAD EN AMERICA LATINA: Aportes para la Agenda post-2015*

 Esquema del documento OREALC

 

Juan Carlos Tedesco

 

Resumen ejecutivo

El documento está organizado en dos grandes secciones. La primera de ellas analiza el tema de la desigualdad en los países de la región y sostiene que para avanzar más rápida y profundamente en las tendencias orientadas al logro de mayores niveles de equidad que han comenzado a instalarse en los últimos años, será preciso promover adhesión a la justicia social, particularmente en las elites dirigentes y en los sectores que concentran la riqueza. La segunda parte se ocupa de algunas estrategias educativas que han mostrado mayor grado de fertilidad y de pertinencia en los procesos de construcción de sociedades más justas. En esta sección se analizan en particular los temas vinculados a: (i) la educación inicial, (ii) las alfabetizaciones básicas requeridas por una educación de calidad: lecto-escritura, alfabetización digital y alfabetización científica, (iii) al papel de los docentes y la renovación de los enfoques pedagógicos que se utilizan en su formación y en su desempeño, (iv) a la necesidad de diseñar planes decenales de educación y planes de emergencia para enfrentar situaciones que requieren de metodologías y estrategias urgentes y sistémicas y (v) finalmente, a las características de las estrategias de educación de las elites dirigentes, particularmente las destinadas a promover mayores niveles de responsabilidad en la construcción de sociedades más justas.

 

Introducción

 

La discusión de la agenda educativa post-2015 genera una sensación ambigua. Por un lado, es difícil evitar un sentimiento de frustración al observar que si bien se registran avances y progresos, las deudas siguen siendo muy importantes y los ritmos de dichos avances son significativamente lentos. Los costos de dicha lentitud, tanto en este caso como en muchos otros, los pagan los sectores sociales más postergados. Por otro lado, en cambio, la discusión vuelve a abrir la expectativa y la esperanza de generar los cambios tan reiteradamente anhelados. Dicha expectativa, sin embargo, no puede ignorar la experiencia realizada. Las dificultades para avanzar en los logros educativos postulados por las metas proclamadas en las décadas pasadas deberían ser un componente importante del análisis asociado a la definición de la nueva agenda. Desde este punto de vista, es necesario reconocer el agotamiento de algunos esquemas de interpretación y de acción utilizados hasta ahora e intentar la formulación de hipótesis que permitan superar la pérdida de fertilidad de las ideas conocidas.

Analizar la situación de los países de América Latina y el Caribe como una unidad siempre implica el riesgo de caer en generalizaciones que no reflejen la enorme heterogeneidad de situaciones que existen tanto entre países como al interior de cada uno de ellos. La literatura al respecto es abundante y pone de manifiesto que dicha heterogeneidad se basa en dos dimensiones diferentes: la diversidad y la desigualdad. En el marco de estrategias de acción destinadas a construir sociedades más justas, la diversidad debe ser respetada y considerada como una riqueza, mientras que la desigualdad, en cambio, debe ser reducida significativamente.

Si bien estos fenómenos atraviesan la larga historia de la región, es necesario señalar que los profundos procesos de transformación que se han producido en las últimas décadas han modificado el significado tradicional de las categorías de diversidad y desigualdad. El reconocimiento social, cultural y político de la diversidad ha logrado avances significativos y también se ha ampliado su espacio de significado. Así, por ejemplo, no es un hecho banal que por primera vez en la historia, un miembro de las poblaciones originarias tenga acceso a la presidencia de su país. Asimismo, es necesario valorar adecuadamente que la diversidad hoy esté asociada a múltiples identidades, aun dentro de un mismo espacio cultural. Asistimos, según algunos, a una verdadera “explosión de identidades” que demandan legítimamente su reconocimiento. La desigualdad, por su parte, también asume significados diferentes al pasado. En términos objetivos, se ponen de manifiesto fenómenos de desigualdad al interior de un mismo estrato social y, en términos subjetivos, la representación de esos fenómenos otorga mucha más responsabilidad individual al “éxito” o al “fracaso” social que la que existía en el capitalismo tradicional[1]. La exclusión o “des-afiliación” según Robert Castel[2] y la precarización de los vínculos laborales, se ha constituido en un fenómeno que afecta a porcentajes importantes de la población activa. A su vez, la superación de la pobreza y el ascenso social de algunos sectores de la población no reduce las demandas sino que, al contrario, las modifica y las incrementa. Las movilizaciones sociales recientes producidas por sectores medios en Brasil y por los estudiantes de  escuelas secundarias y universidades en Chile son algunos ejemplos de este fenómeno.

En síntesis, estamos en un contexto muy diferente al de hace tres o cuatro décadas. Ya no se trata solamente de reducir los déficits educativos de una sociedad relativamente estable, sino que enfrentamos simultáneamente los déficits tradicionales y las exigencias de un nuevo escenario económico- social. Dicho en otros términos, estamos en un escenario social de exceso de demandas, donde es muy complejo definir prioridades ya que todos exigen, todas las demandas tienen cierto grado de legitimidad y nadie desea ser postergado.

Elaborar una agenda común, que goce de altos niveles de adhesión, en escenarios de este tipo obliga a recordar esa frase de Séneca que dice que “Nunca habrá vientos favorables para el que no sabe adonde va”. El problema del sentido de la acción educativa ocupa, por ello, un lugar central en las discusiones acerca de la agenda de políticas y estrategias educativas. El resultado de estas discusiones, es importante recordarlo, no depende de la lógica científico-técnica sino de posturas ético-políticas. Cuando se trata de definir la orientación de las acciones sociales, se ponen en juego las escalas de valores, los principios éticos que constituyen la expresión de la moral en situaciones sociales.

 

Primer desafío: la adhesión a la justicia

 

En el comienzo del siglo XXI se aprecia un importante desarrollo de corrientes de opinión destinadas a cubrir el déficit de sentido que caracteriza la cultura del nuevo capitalismo[3]. Estas corrientes se ponen de manifiesto tanto desde el punto de vista de las teorías como de los movimientos sociales y del compromiso institucional. Las teorías, por ejemplo, asumen cada vez más explícitamente el paradigma de la filosofía social y permiten que sus referentes expresen sin mediaciones las opciones éticas que orientan sus reflexiones y trabajos de investigación[4]. Los movimientos sociales vinculados a la defensa del medio ambiente, a las reivindicaciones étnicas y de género y, más recientemente, las movilizaciones provocadas en algunos casos por la crisis económica y en otros por los fenómenos de corrupción o de autoritarismo político, se apoyan en el principio de la defensa de derechos humanos universales[5]. Desde el punto de vista institucional, han sido las organizaciones del sistema de Naciones Unidas las que más temprana y sistemáticamente se hicieron eco de estas demandas y las tradujeron en compromisos políticos. Las Metas del Milenio así como todos los acuerdos sectoriales asumidos en el marco de los organismos de Naciones Unidas, son una muestra de este compromiso que, con diferentes niveles de profundidad, orientan el trabajo de los gobiernos y las organizaciones no gubernamentales. Desde este punto de vista, no parece exagerado sostener que, al menos en el plano de la retórica, se ha producido un cambio muy significativo con respecto a los discursos dominantes en la década de los años ’90, basados en los enfoques neo-liberales. La justicia social constituye el valor central de los programas de acción política contemporáneos.

En el caso de los países de América Latina, la adhesión retórica está acompañada por la vigencia de proyectos políticos que colocan la justicia social en el centro de sus propuestas. Más allá de las diferencias de estilo y de contexto, la última década ha sido muy importante en el desarrollo de políticas que han permitido crecer económicamente, detener el aumento de la pobreza, reducir significativamente su magnitud en algunos casos y, muy tímida y limitadamente, avanzar en la disminución de la desigualdad. Según los últimos análisis efectuados por la CEPAL, si bien la región mantiene elevados niveles de concentración de la riqueza, en los últimos años se han logrado algunos avances importantes. “Aunque estos avances no son muy evidentes en períodos cortos, el balance con respecto a los primeros años de la década de 2000 muestra una clara tendencia a la reducción de la desigualdad, con lo que esta dinámica se ha constituido en un aspecto distintivo del proceso de desarrollo de América Latina en el último decenio. La caída de la desigualdad registrada en la última década del siglo pasado significó un cambio en la tendencia que había prevalecido durante al menos los dos decenios anteriores, en lo que se venía observado un estancamiento de los índices de concentración del ingreso”[6].

La magnitud de los niveles de desigualdad social existentes históricamente y la lentitud de los procesos para reducirla tienen su correlato en las percepciones y las representaciones de los ciudadanos acerca del funcionamiento de las instituciones. Si bien las informaciones recogidas a través de encuestas y otros instrumentos que intentan cuantificar dimensiones cualitativas del desempeño social tienen limitaciones importantes, nos permiten formular algunas hipótesis de trabajo para comprender la lógica de la adhesión (o ausencia de adhesión) a la justicia social.

En este sentido, el informe de la CEPAL ofrece una buena síntesis de los datos disponibles. Según estas informaciones, existe una fuerte percepción negativa acerca de la justicia distributiva existente en los países de la región. Si bien esas percepciones mejoraron en el período reciente, donde se produjo un fuerte crecimiento económico, el promedio de los niveles de percepción negativa se ubica casi en el 80 % de la población. Pero lo más preocupante es que dicho fenómeno se asocia con un alto grado de desconfianza hacia las instituciones políticas y hacia el Estado. En 2011, seis de cada diez latinoamericanos confiaban poco o nada en las instituciones políticas y en el Estado[7].

Según algunos analistas, la asociación entre desigualdad y malestar con las instituciones puede alimentar conflictos y obstaculizar la formulación y adhesión a un pacto social por la igualdad en el cual participen diferentes sectores sociales. El argumento que justifica esta hipótesis se apoya en la idea según la cual un acuerdo de este tipo requiere una reforma impositiva de carácter progresivo, lo cual es difícil de definir en un contexto de desconfianza hacia las instituciones del Estado para utilizar correctamente los recursos obtenidos a través de la recaudación impositiva.

La desconfianza hacia las instituciones y hacia el Estado, sin embargo, no constituye el único factor que obstaculiza la formulación e implementación de estrategias que promuevan mayores niveles de justicia distributiva. Más allá de la  desconfianza, es preciso analizar el fenómeno de la distancia que suele existir entre el consenso retórico sobre la orientación hacia la justicia y el compromiso real con las acciones que permiten avanzar en esa dirección. Sobre este punto resulta importante formular el interrogante acerca de ¿cuánta adhesión real a la justicia social existe en nuestras sociedades?. Al respecto, vale la pena evocar el análisis que realiza Pierre Rosanvallon en su reciente libro sobre la sociedad de los iguales[8]. Rosanvallon evoca la paradoja de Bossuet para describir la situación actual con respecto a la justicia social. Según dicha paradoja, los seres humanos deploran en general aquello que aceptan en particular. La vigencia de esta aparente esquizofrenia se refleja en el hecho, ampliamente documentado por encuestas y testimonios provenientes de diferentes países, según el cual existe un rechazo global a una forma de sociedad que provoca niveles inéditos de desigualdad, que se acompaña con la aceptación de los mecanismos que la producen.

Para los educadores, lo más interesante del enfoque de Rosanvallon se encuentra  en su intento de analizar la dimensión epistemológica y cognitiva que está detrás de esta aparente contradicción en el comportamiento de los ciudadanos. Su análisis indica que para la condena de situaciones globales, las personas se apoyan en hechos, datos e informaciones objetivas. Para la aceptación de situaciones particulares, en cambio, se toman en cuenta comportamientos y elecciones individuales. Un ejemplo de este dualismo, que se vincula directamente con las políticas educativas, es el comportamiento de muchas familias con respecto a la elección de escuela para sus hijos. Mientras se condena el carácter injusto de la segmentación del sistema escolar, individualmente se tiende a evitar cualquier medida que promueva una distribución más equitativa de la matrícula y que afecte la decisión familiar de colocar a sus hijos en los establecimientos donde concurren sus “iguales”.

Señalar la importancia de esta dimensión ética supone reconocer que estamos ante la necesidad de introducir temas de mayor complejidad en la agenda educativa post-2015. Este postulado vale para el conjunto de los países, tanto los más avanzados como los más atrasados. Sería riesgoso suponer que el objetivo de la adhesión a la justicia sólo puede ser asumido por aquellos que ya han resuelto desafíos cuantitativos importantes, como la eliminación del analfabetismo o la cobertura universal de la educación básica.

Promover adhesión a la justicia moviliza diferentes variables del sistema educativo. La principal, sin duda alguna, es la variable curricular. Superar la adhesión retórica y la distancia cognitiva asociada a la contradicción entre condena general a la injusticia y aceptación particular de los mecanismos que la provocan implica introducir un tipo especial de experiencias de aprendizaje que demuestren efectividad en el logro de este objetivo. Uno de los desafíos mas relevantes de la investigación educativa consiste, precisamente, en definir esas experiencias de aprendizaje para cada nivel y modalidad y para cada uno de los actores del proceso pedagógico. Así, por ejemplo, es posible analizar temas tales como la fertilidad de introducir el servicio social obligatorio en todas las carreras universitarias, el juramento por los resultados del aprendizaje en los nuevos docentes y profesores, las redes de escuelas de alumnos de diferentes culturas, religiones, etnias o condiciones sociales, las actividades y proyectos comunes en el ámbito del cuidado del medio ambiente, así como las posibilidades que ofrecen el arte y el deporte para promover la adhesión a la justicia que requiere nuestra sociedad.

Para cada uno de estos temas existe una vasta bibliografía que da cuenta de experiencias con diferentes grados de desarrollo. No es éste el lugar para evocar y analizar sus características. Sólo corresponde apreciar la existencia de un abanico importante de posibilidades de introducir experiencias de aprendizaje en todos los niveles y modalidades del sistema educativo, que permiten operacionalizar los principios teóricos en estrategias de acción. Esta operacionalización permite enriquecer la teoría y, a su vez, colocar las experiencias prácticas en un marco que las saca del lugar de acciones aisladas. En el último punto de este documento se intentará profundizar este tema particularmente en lo referido al papel de las universidades en la formación de las elites dirigentes.

 

Educación inicial: estrategia clave

 

 Si bien no constituye ninguna novedad desde el punto de vista de la investigación educativa, desde hace algunos años se ha generalizado un consenso muy fuerte acerca de la importancia de la educación desde los primeros años de vida en las estrategias destinadas a lograr una educación de calidad para todos. Uno de los factores que han promovido este consenso es el resultado de algunos estudios recientes, realizados a partir de las informaciones sobre evaluaciones internacionales de logros de aprendizaje. Dichos estudios confirman algo que ya sabíamos desde hace tiempo: la universalización de este ciclo de enseñanza es condición necesaria para alcanzar simultáneamente los objetivos de calidad y equidad que se proponen para el funcionamiento del sistema educativo.

Muchos países de la región ya han incorporado a sus leyes educativas la obligatoriedad de la educación inicial. En algunos casos la obligatoriedad es tanto para el Estado como para la familia. En otros, en cambio, es sólo para el Estado. Por lo general la obligatoriedad integral (Estado y familias) es a partir de cuatro o cinco años de edad mientras que la obligatoriedad sólo del Estado es a partir de los cuarenta y cinco días de vida. Las informaciones disponibles indican que el ritmo de expansión es muy intenso y algunos países ya están cerca de la universalización de la cobertura de cinco años de edad. En este esfuerzo, el Estado juega un papel relevante particularmente en las zonas más desfavorecidas.

Los debates entre quienes se proponen impulsar la universalización de la educación inicial se dirigen habitualmente a definir qué tipo de oferta pedagógica es la más adecuada, cómo formar al personal docente, cómo supervisar las acciones que se desarrollan al margen del sistema formal, cómo gestionar la necesaria articulación entre las diferentes dimensiones de los programas de este tipo donde, además del sector educación, intervienen los responsables de las políticas de salud, desarrollo social y empleo, entre otros. En esta articulación se destaca cada vez más la necesidad de fortalecer las agencias públicas locales, particularmente el municipio, por su cercanía con las demandas y necesidades de la población y por las potencialidades que ofrece para estrategias intersectoriales. Además de la dimensión pedagógica e institucional, en estos debates ocupa un lugar fundamental el tema del financiamiento de las políticas de universalización de la educación inicial.[9]

Esta agenda está instalada en el debate y no tendría sentido repetir aquí sus términos. Recientemente, sin embargo, han aparecido algunas voces que –apoyadas en el carácter crucial de los primeros años de vida en el desarrollo personal de los sujetos – abren la discusión acerca de la utilidad (o inutilidad) de invertir en la formación de aquellos que no recibieron oportunamente una buena educación inicial. Según este razonamiento, sería muy difícil o imposible revertir los efectos cognitivos de un déficit educativo en los primeros años de vida. Las consecuencias políticas de estas hipótesis son evidentes: de acuerdo a este enfoque, lo aconsejable sería diseñar políticas especiales para este sector de población, cuyos integrantes pasarían a ser considerados como una categoría especial de personas con discapacidad para el aprendizaje. Es interesante constatar que las voces que sostienen la irreversibilidad para la recuperación de habilidades cognitivas no mantienen ese postulado cuando se analizan, en cambio, habilidades no cognitivas tales como la obediencia a la jerarquía y el respeto a reglas de disciplina, las cuales, según estos enfoques, se podrían adquirir en etapas posteriores del proceso educativo formal. 

Las teorías que justifican las políticas destinadas a segmentar la oferta educativa según origen social, étnico o cultural tienen una larga historia. Sus argumentos han adquirido cada vez mayor grado de sofisticación, a medida que la universalización del sistema educativo va eliminando barreras. La novedad es que las hipótesis sobre el carácter irreversible del déficit cognitivo sufrido en la primera infancia se apoyan ahora en algunos aportes de investigaciones neurocientíficas, que están adquiriendo una significativa importancia. Al respecto, y sin salir del marco de estas disciplinas científicas, es posible postular que otras investigaciones en el campo de las neurociencias indican, por ejemplo, que contrariamente a lo que se sostenía hasta hace muy pocos años, el capital neuronal de las personas no disminuye a lo largo de la vida sino que es posible producir permanentemente nuevas neuronas a partir de células madres y que el aprendizaje es un factor fundamental en este proceso de enriquecimiento. Estos resultados, en definitiva, confirman la hipótesis básica más importante de las neurociencias referida a la significativa plasticidad del cerebro. Dicha plasticidad puede ser desarrollada tanto para profundizar nuestra capacidad cognitiva como para disminuirla. Desde este punto de vista, es necesario mantener un alto grado de prudencia en la extrapolación de resultados de investigaciones científicas a la formulación de políticas públicas. Cuando se pasa al campo de las políticas se introducen no sólo nuevas variables objetivas sino también el sentido y la voluntad de acción. Condenar a una porción significativa de las nuevas generaciones a un destino de segunda clase es una decisión política de claro contenido regresivo. Si el objetivo político es construir sociedades más justas, sería necesario diseñar incentivos para que las investigaciones neurocientíficas orienten sus indagaciones hacia el descubrimiento de cómo podemos recuperar rápidamente las carencias cognitivas producidas por un orden social injusto en las primeras etapas de la vida de las personas que hoy sufren esos déficit, en lugar de aceptar pasivamente la situación.

En síntesis, la agenda post 2015 enfrenta la necesidad de impulsar políticas activas de universalización de una educación inicial de buena calidad y, al mismo tiempo, estimular programas de innovación e investigación que permitan construir conocimientos acerca de cómo recuperar las carencias producidas por la ausencia de dicha educación en los primeros años de vida en aquellas personas a los cuales no se les brindó esa posibilidad.

 

Calidad de la educación: las nuevas alfabetizaciones

 El concepto de calidad de la educación es, como se sabe, motivo de una vasta literatura. Una parte importante de la discusión se refiere a la tensión entre universalismo y particularismo en la definición de los parámetros de una educación de buena calidad. Por un lado, el vínculo entre calidad y pertinencia ha sido enfatizado por los enfoques que discuten la idea de un patrón de calidad descontextualizado desde el punto de vista cultural y social. Por el otro, sin embargo, no cabe duda que existe un conjunto de saberes y competencias de validez universal, sobre el cual es posible definir acuerdos y estrategias para su promoción[10]. Al respecto, sería posible definir estos saberes y competencias en términos de alfabetización, entendido dicho concepto como el nivel básico de dominio de determinados códigos indispensables para el desempeño en la sociedad. 

Desde este punto de vista, es necesario reconocer la necesidad de ampliar el ámbito tradicional de las acciones de alfabetización. En los comienzos del siglo XXI existe, además de la alfabetización en lecto-escritura, la necesidad de desarrollar la alfabetización digital y la alfabetización científica. Si bien cada una de ellas tiene significados y plantea problemas específicos, es necesario considerarlas como un bloque único ya que – como veremos- se articulan estrechamente y constituyen el núcleo duro de una educación de buena calidad

 

La alfabetización en lecto-escritura

 

La historia de la educación muestra que la enseñanza de la lecto-escritura ha ocupado un lugar muy significativo en las políticas educativas. El surgimiento de la escuela pública básica, obligatoria y gratuita estuvo estrechamente vinculado a la alfabetización. A diferencia de los procesos que tuvieron lugar en los países europeos de temprano desarrollo capitalista, en América Latina la alfabetización fue un producto de la escuela. Salvo los casos de campañas masivas de alfabetización de adultos como las que tuvieron lugar ya avanzado el siglo XX en países como Cuba o Nicaragua, asociadas a cambios políticos profundos, la eliminación del analfabetismo fue la consecuencia de la expansión de la cobertura escolar. En ese contexto, la discusión sobre cómo enseñar a leer y escribir ocupó gran parte de la atención de educadores y políticos durante la primera mitad del siglo XX. Domingo F. Sarmiento, por ejemplo, escribió una cartilla para enseñar a leer y escribir y se ocupó de modificar la ortografía para facilitar el aprendizaje de la lectura. Muchos otros intelectuales de gran prestigio en ese período fueron autores de libros de lectura para la escuela primaria. Los métodos de enseñanza de la lecto-escritura fueron, a su vez, uno de los ejes centrales de las discusiones pedagógicas.[11]

La centralidad de la discusión sobre la enseñanza de la lectura, sin embargo, fue perdiendo importancia a medida que se expandía la escolaridad. Este proceso fue analizado en otros lugares [12]y aquí sólo interesa destacar el hecho que, a comienzos del siglo XXI, este problema vuelve a ocupar el centro de la agenda político-educativa, debido a los serios problemas vinculados a logros de aprendizaje en el dominio de un código básico para el desempeño ciudadano. Los datos disponibles sobre este punto son alarmantes. Sólo a título ilustrativo, por su valor comparativo a nivel internacional, es necesario mencionar los resultados obtenidos por los países latinoamericanos en la prueba PISA. Mientras el promedio de los países de la OCDE indica que un 20% de los estudiantes se ubica en el nivel más bajo de desempeño en lectura, los países latinoamericanos alcanzan, en este nivel, porcentajes cercanos al 50%. Dicho en otros términos, si no se diseñan estrategias específicas para enfrentar estos déficits, es posible anticipar que la mitad de los ciudadanos latinoamericanos del siglo XXI serán incapaces de alcanzar niveles básicos de comprensión lectora, aun después de haber cursado diez años de escolaridad. Los datos de PISA también confirman que la gran mayoría de los alumnos con bajos logros de aprendizaje pertenecen a los estratos sociales más desfavorecidos, lo cual indica que ese porcentaje es aun mayor en estos sectores. 

El escenario de la discusión sobre estrategias de alfabetización es, obviamente, muy diferente al existente a principios del siglo XX. Por un lado, la cobertura escolar es prácticamente universal y, por el otro, se ha producido un cambio importante en el lugar del libro y de la lectura en el conjunto de los dispositivos culturales de la sociedad. La aparición de la imagen a través de la universalización del acceso a la televisión y las nuevas prácticas de lectura y escritura por el desarrollo de las tecnologías de la información, particularmente de INTERNET, colocan el debate sobre la enseñanza de la lectoescritura frente a nuevos desafíos tanto de orden pedagógico como político y cultural. 

Hace ya algunos años, César Coll presentó una síntesis de los hallazgos y de los interrogantes sobre este tema que resulta particularmente útil y vigente para ordenar la discusión[13]. En primer lugar, su análisis confirma que la lectura es, y seguirá siendo, el principal instrumento de acceso al conocimiento y que esta situación no se modificará con la utilización intensiva de las tecnologías de la información.
Sin embargo, tampoco hay dudas acerca de la profundidad de los cambios que provocan estas tecnologías. Dichos cambios, más allá de la aparición de nuevas modalidades de producción, distribución y transmisión de los textos constituyen lo que Roger Chartier denominó una “mutación epistemológica”. Desde el punto de vista del autor, los formatos hipertextuales suponen o permiten formas de organización textual basadas en una lógica no lineal que dan lugar a nuevos esquemas de argumentación y construcción de los relatos. Desde el punto de vista del lector, estos formatos le permiten explorar vínculos distintos y recomponer el texto “original” para producir significados no previstos por el autor.

 

El análisis de Coll indica que las tecnologías de la información y la comunicación sitúan a la persona alfabetizada ante nuevos tipos de textos, nuevos tipos de prácticas letradas y nuevas formas de leer y de interpretar la información. Todos estos aspectos forman parte de la expansión del concepto de alfabetismo y, con ella, de las exigencias que comporta el hecho de estar plenamente alfabetizado en la sociedad de la información. Las nuevas exigencias para la comprensión de textos escritos en los nuevos soportes tecnológicos, sin embargo, están lejos de ser claramente identificadas y analizadas. El propio César Coll advierte que, pese a los avances realizados, las descripciones y los análisis disponibles son todavía de “trazo grueso”.

En esta misma línea de análisis es pertinente retomar las hipótesis de Daniel Cassany[14], según el cual el cambio más trascendental que implica internet es que la lectura y la escritura se producen conectados a millones de recursos que pueden ser utilizados para construir significados de manera diferente y más sofisticada que en el modelo tradicional. Para Cassany es superficial que el escrito sea virtual, multimodal o hipertextual, que lo veamos en pantalla o lo manipulemos con teclado y ratón. “ No hay mucha diferencia entre leer un informe en papel o en una pantalla sin conexión (fuera de línea). Sí que la hay, en cambio, si el ordenador está conectado a la red (en línea), porque entonces accedemos instantáneamente a multitud de recursos (enciclopedias, traductores, contactos, etc.) que nos ayudan a entender el texto de otra manera, más rápidamente, con más fundamento y confirmación.”. [15]

De acuerdo a estos enfoques, la lectura y la escritura digital implican un incremento exponencial de interlocutores y documentos, la ausencia de filtros y controles, la homogeneización física y contextual, la diversificación de la escritura y la mayor tecnologización de los recursos disponibles, todo lo cual exige un usuario hábil y experimentado, capaz de localizar cada recurso, conocer su interfaz, manipular los comandos y conciente de sus posibilidades y limitaciones. En resumen, según Cassany, leer y escribir son tareas bastante diferentes si se desarrollan en línea. Hoy leemos y escribimos más que ayer pero es más difícil hacerlo y aprender a hacerlo[16].

Además del impacto de estos cambios en la dimensión cognitiva de las personas, es necesario considerar su papel desde el punto de vista de la dimensión social. Como sostiene Coll en el trabajo antes citado, el surgimiento de nuevas alfabetizaciones provoca también nuevas analfabetizaciones. El analfabetismo digital es hoy una forma de desigualdad social que excluye a vastos sectores de población del acceso a los circuitos por donde circula la información socialmente más significativa y al dominio de los códigos que se utilizan en dichos circuitos. En síntesis, esta somera presentación de la problemática vinculada a la lecto-escritura indica la necesidad de revitalizar las estrategias destinadas a garantizar su aprendizaje universal y efectivo. Dicha revitalización supone articular la enseñanza de la lecto-escritura con las estrategias vinculadas a la alfabetización digital.

 

Alfabetización digital

 

Uno de los fenómenos político-educativos más importantes de los últimos años ha sido el diseño e implementación de programas destinados a universalizar el acceso a las tecnologías de la información. Desde el punto de vista analítico, la primera consecuencia de estos proyectos es que nos obligan a distinguir claramente dos cuestiones vinculadas entre sí, pero de naturaleza muy diferente. La primera es de carácter social y se refiere a la inclusión digital, mientras que la segunda es de carácter pedagógico y se refiere al uso de las tecnologías como dispositivo para ser utilizado en el proceso de enseñanza y aprendizaje[17].

Con respecto a las políticas de inclusión digital y siguiendo el análisis presentado en el punto anterior, es posible postular la hipótesis según la cual es necesario considerarlas como equivalentes a las tradicionales campañas de alfabetización, destinadas a universalizar la capacidad de leer y escribir. Tal como lo muestran los estudios históricos, antes de la invención de la imprenta no era necesario estar alfabetizado para ingresar al circuito por el cual circulaba la información socialmente más significativa. La imprenta modificó esta situación y generó tanto la necesidad como el derecho de saber leer y escribir para estar en condiciones de constituirse en ciudadanos. Ahora, además de saber leer y escribir, es necesario estar digitalmente alfabetizado para tener acceso a la información y ejercer reflexivamente el desempeño ciudadano. Pero al igual que con la alfabetización de la lecto-escritura, es preciso reconocer que no es suficiente tener acceso al instrumento y manejar sus formas elementales de funcionamiento. Es necesario, en cambio, dominarlo de manera tal que constituya un vehículo para comprender el mundo y para poder expresarse.

Ya existe un generalizado consenso en reconocer que la brecha principal ya no pasa por el acceso sino por el tipo de acceso y la capacidad de uso de los dispositivos tecnológicos[18]. Con diferentes denominaciones, los análisis acerca de las tecnologías de la información coinciden en señalar que la principal división se establece entre usuarios y manipuladores, entre aquellos a los que las nuevas tecnologías volverán más pasivos y aquellos que elevarán la voz y que, finalmente, cumplirán un papel más protagónico en la orientación de la evolución tecnológica, pero también en la de la evolución social y política. Pasar de un estadio al otro es muy exigente en términos cognitivos. Si se mantiene la analogía entre las campañas de alfabetización tradicionales y los actuales programas de universalización del acceso a las tecnologías, es posible sostener que dotar de una computadora a cada alumno es un paso fundamental en el proceso de democratización educativa, pero exige que esas acciones sean acompañadas por estrategias de una fase superior, más compleja pero igualmente urgente y necesaria, destinadas a enseñar el manejo reflexivo de estos instrumentos. Así como distribuir libros masivamente es condición necesaria pero no suficiente para promover la lectura, universalizar el acceso a las tecnologías no garantiza su utilización plena, conciente y reflexiva.

Lograr este objetivo supone asumir una perspectiva de análisis que supere la pasividad con la cual el sector público actúa frente al funcionamiento y la dinámica de las innovaciones tecnológicas. Los aportes de lo que ha dado en llamarse “constructivismo social” son, al respecto, motivo de especial atención. Según este enfoque, es preciso analizar no sólo la lógica técnica sino social en la explicación de la configuración de un dispositivo técnico. Detrás de las tecnologías de la información intervienen empresarios, científicos, técnicos, funcionarios, clientes y dirigentes políticos, de acuerdo a sus intereses, capacidades y recursos. La historia del desarrollo de estas tecnologías es ilustrativa de la dinámica de los actores y de los conflictos de intereses que se ponen en juego detrás de cada una de las posibles opciones técnicas. En términos de A. Freenberg: “El constructivismo afirma… que la elección entre las diferentes alternativas no depende al fin de cuentas de la eficacia técnica o económica, sino de la correspondencia entre los objetos y los intereses de diversos grupos sociales que influyen en el proceso de concepción. Lo que caracteriza un artefacto es su relación con el entorno social y no alguna propiedad intrínseca” [19]

La particularidad de los artefactos técnicos que se construyen en el ámbito de la información y la comunicación es que tienen (o se supone que tienen) un fuerte impacto en nuestros procesos cognitivos y en la gestión social del conocimiento, considerado como una variable clave de la estructura social contemporánea[20]. Esta especificidad brinda legitimidad a las demandas de mayor intervención pública en el diseño de las innovaciones técnicas y en la regulación de los sistemas de organización y búsqueda de la información que existen en la red.[21]

El “constructivismo social” permite enriquecer la discusión que existe acerca de la opción entre definir un contenido curricular específico para enseñar el manejo de las tecnologías de la información o establecerlo como contenido transversal a todas las asignaturas. La analogía con la alfabetización en lecto-escritura permitiría sostener que si bien todas las materias del currículo escolar utilizan el libro como soporte didáctico, no por ello deja de existir una asignatura específica para enseñar a leer y escribir, para conocer la sintaxis, la gramática y el manejo sofisticado de la lengua. Desde esta perspectiva, parecería que no es posible descartar fácilmente la idea de una asignatura que - desde la enseñanza básica – permita el aprendizaje del manejo de las tecnologías para reducir o cerrar la brecha entre los simples usuarios y los manipuladores.

La segunda dimensión, que se refiere el uso de las tecnologías como recurso didáctico, es objeto de una mucha controversia aun mayor que la existente en el punto anterior. Si bien muy pocos dudan hoy sobre la necesidad de universalizar el acceso y dominio de las tecnologías digitales, existe un fuerte debate acerca de su utilización pedagógica. El significativo esfuerzo financiero que requieren estas políticas no se ha visto correspondido con mejoras en los resultados de aprendizaje ni con cambios significativos en los procesos pedagógicos. Frances Pedró resumió recientemente este desencanto con las siguientes palabras: “En materia de políticas tecnológicas en educación la situación actual parece caracterizarse por una mezcla de desencanto y de letargo. Ello está motivado en parte por la conciencia entre los políticos de que las inversiones realizadas no han dado lugar a mejoras generales en términos de calidad de los procesos y resultados de los aprendizajes escolares, como tampoco a un nivel de uso real que sea verdaderamente apreciable. Vista la relación entre los esfuerzos inversores realizados y los resultados obtenidos, los países de la OCDE que continúan colocando las políticas tecnológicas muy arriba en sus prioridades en educación se pueden contar con los dedos de una mano”[22].

El análisis de Pedró, sin embargo, también indica que este clima estaría cambiando por la emergencia de nuevos dispositivos tecnológicos y por la universalización del acceso a las tecnologías promovido tanto por las políticas públicas como por el mercado. En este contexto, es posible sostener la necesidad de superar las posiciones tecnocráticas, tanto las que anuncian la panacea como las que niegan, subestiman o rechazan el uso de las tecnologías como recurso pedagógico. Según los discursos que justifican gran parte de los programas en este campo, la intención del uso de las TIC es modificar los estilos tradicionales de aprendizaje y promover el desarrollo de competencias y habilidades cognitivas asociadas al desempeño en sociedades intensivas en información y conocimientos. La definición precisa de esas competencias y habilidades, sin embargo, es objeto de análisis y discusiones que generan dificultades al momento de traducirlas en contenidos curriculares y experiencias de aprendizaje. Asimismo, los testimonios y evidencias empíricas al respecto indican que el uso de las TIC por parte de los docentes es muy diverso. La pregunta clave en este aspecto es la que se refiere a la existencia de lo que ha dado en llamarse “determinismo tecnológico” o, dicho en otros términos, si el uso de las TIC modifica el modelo pedagógico o, a la inversa, es el modelo pedagógico el que determina su utilización en los procesos de enseñanza-aprendizaje. En este punto, parece necesario promover un enorme esfuerzo público destinado a diseñar innovaciones que permitan construir el saber y el conocimiento pedagógico más pertinente al respecto.

En síntesis, la inclusión digital universal y la construcción de conocimientos pedagógicos adecuados constituyen el núcleo fundamental de lo que debería ser una política pública sobre tecnologías de la información y educación. Esta política es cada vez más urgente y necesaria. Si asumimos que el sentido de la educación es contribuir a la construcción de una sociedad más justa, de preparar para el aprendizaje a lo largo de toda la vida, de promover el aprender a vivir juntos, la política del sector público debería estar basada en incentivar la producción de dispositivos tecnológicos que trabajen en esa dirección.

           

Alfabetización científica

 

Estrechamente asociada a la alfabetización en lecto-escritura y la alfabetización digital, es necesario otorgar gran importancia a la alfabetización científica. Tanto las evaluaciones nacionales como las internacionales han diagnosticado reiteradamente los bajos niveles de logro en matemática, ciencias exactas y naturales, particularmente en los niveles primario y secundario del sistema educativo. Estos bajos resultados constituyen un desafío social muy significativo desde el momento que se reconoce que en la sociedad del conocimiento, la alfabetización científica es formación ciudadana. Para comprender, juzgar y tomar decisiones con respecto a la política económica, al cuidado del medio ambiente o a las estrategias de salud pública, entre muchos otros temas, los ciudadanos deben ser capaces de analizar las propuestas de los diferentes partidos políticos y elegir el camino que consideren más cercano a sus valores y necesidades. Todos esos temas y debates exigen altos niveles de información y reflexividad, condiciones necesarias para tomar decisiones concientes.

Los programas, proyectos y movimientos destinados a promover mejoras en la enseñanza de las ciencias han sido organizados tradicionalmente por los educadores, especialmente por los profesores que intentan renovar la enseñanza de esas disciplinas. Una buena y prometedora señal de avance en este sentido es la incorporación a estos movimientos de investigadores y de la comunidad académica y científica en general. Al respecto, es importante destacar que las Academias de Ciencias de muchos países y varios Premios Nobel en ciencias, se han sumado a las voces que reclaman y diseñan estrategias para alcanzar este objetivo. La experiencia muestra, sin embargo, que no alcanza con los esfuerzos de educadores y científicos para modificar patrones culturales fuertemente arraigados en la población y en las propias administraciones educativas. Los testimonios y los indicadores al respecto son elocuentes, particularmente aquellos que permiten apreciar la significativa distancia que existe hoy entre la cultura juvenil y la cultura científica.

En este contexto, la Agenda post 2015 debería incluir el papel y la responsabilidad de los dirigentes políticos en el diseño de estrategias para enfrentar con éxito el desafío de incorporar la cultura científica a la cultura popular. Algunos líderes políticos ya han tomado conciencia de la importancia de este tema y lo han incorporado a su agenda de trabajo, particularmente por el impacto de la formación científica en la competitividad económica. Si bien este impacto es innegable y no puede ser subestimado es necesario ampliar la mirada y reconocer que se trata de formación ciudadana, de democracia cognitiva, de participación seria y responsable en la toma de decisiones.

Un movimiento de este tipo debería incluir el apoyo sostenido a las innovaciones en la enseñanza de las ciencias en los niveles obligatorios del sistema educativo así como la construcción de ámbitos de participación pública en decisiones de carácter técnico y científico, tales como las audiencias parlamentarias, la formación de comités integrados por representantes de diferentes sectores para alcanzar posiciones consensuadas sobre problemas que exigen información compleja, la creación de paneles de ciudadanos para discutir con los expertos temas de alto significado social como son todas las referidas al desarrollo sustentable

Desde este punto de vista, el sistema educativo enfrenta el desafío de promover el desarrollo de dos “culturas”, la científica y la digital. Son de naturaleza diferente pero no hay oposición entre ambas sino todo lo contrario. El debate sobre la cultura digital asumiría otro significado si se lo coloca en el marco del desarrollo de la cultura científica. Las metas de los planes educativos en este terreno no deberían apuntar a formar jóvenes que sean hábiles manipuladores de mecanismos digitales sino que esa habilidad adquiera un sentido social que trascienda lo meramente tecnológico y lo puramente individual. En términos pedagógicos, el contenido de lo que hacemos con los dispositivos tecnológicos es una variable clave y, en este punto, la promoción de una cultura que permita comprender los retos de la sociedad y los debates que acompañan las estrategias para enfrentarlos constituye un objetivo prioritario.

 

Prioridad a la renovación de la pedagogía

 

Uno de los aprendizajes más significativos que han realizado los países de la región en las últimas dos décadas consiste en reconocer que mejorar los insumos materiales del proceso educativo (infraestructura, equipamiento didáctico, salarios docentes, horas de clase, etc.) es una condición necesaria pero no suficiente para romper el determinismo social de los resultados de aprendizaje. No se trata, de ninguna manera, de negar la importancia y la responsabilidad de los factores estructurales que aparecen en los estudios sobre fracaso escolar. El crecimiento económico, la redistribución del ingreso y el aumento de la inversión en educación siguen siendo absolutamente necesarios para financiar las políticas educativas. El otro aprendizaje importante se refiere al impacto de las reformas institucionales. La descentralización, la autonomía a las escuelas, la incorporación de sistemas de evaluación de logros de aprendizaje así como de evaluación de desempeño docente han mostrado que no constituyen fines en si mismo y que su valor depende del contexto general de las políticas y los proyectos sociales. Según esos contextos, las reformas institucionales pueden promover mayor o menor desigualdad y fragmentación.

Dedicar mayores recursos financieros a la educación y enfrentar reformas institucionales son dimensiones necesarias, pero igualmente necesario es que esas reformas sean acompañadas con políticas destinadas a los aspectos cualitativos del proceso de enseñanza y aprendizaje. En este sentido, en los últimos años se han realizado avances importantes destinados a reconocer, por ejemplo, el carácter crucial que tienen las competencias y los valores ético-profesionales con las cuales se desempeñan los responsables del proceso de enseñanza y aprendizaje.

Una rápida revisión de la historia de la pedagogía muestra que después de un período muy fértil en el diseño de propuestas innovadoras, que tuvo lugar en las primeras décadas del siglo XX, se produjo una suerte de desplazamiento de la reflexión educativa hacia las disciplinas que intentan explicar lo que sucede en las escuelas más que diseñar estrategias acerca de lo que le corresponde hacer. La comparación con la medicina ha sido un recurso frecuente para mostrar los caminos alternativos que tomaron estas dos dimensiones de las prácticas sociales y las políticas públicas. Más allá de un análisis socio histórico de este proceso, lo que corresponde señalar aquí y en estos momentos es el generalizado escepticismo acerca de la fertilidad explicativa y propositiva de los paradigmas con los cuales habitualmente los docentes definen su trabajo técnico[23].

Un ejemplo elocuente de este clima de escepticismo sobre la fertilidad de la teoría educativa para orientar la práctica profesional docente es el informe producido por la OCDE acerca de la sociedad del saber y la gestión de conocimientos[24]. En este informe, basado en evidencias de los sistemas educativos de los países más desarrollados, se sostiene claramente que los sistemas educativos son muy resistentes a incorporar los adelantos científicos y técnicos y se presentan diversas hipótesis para explicar porqué la investigación en educación es percibida como inútil. Las hipótesis sostienen que la investigación educativa no es persuasiva ni convincente, que no brinda a los que practican la enseñanza (o la política educativa) herramientas útiles para su trabajo, que no se ocupa de los problemas reales que afectan a los profesionales de la educación y que no se comunican adecuadamente los resultados. En síntesis, se habría producido una significativa disociación entre investigación educativa y funcionamiento de los sistemas en los cuales sus resultados deberían aplicarse. Esta situación, concluye el estudio, contrasta claramente con la existente en áreas como la salud o la producción manufacturera.

Al respecto, es importante mencionar uno de los resultados más interesantes del Informe Talis (Estudio Internacional sobre Enseñanza y Aprendizaje) llevado a cabo por la OCDE en 23 países, entre los cuales se encuentran dos latinoamericanos: México y Brasil. Dicho estudio muestra que si bien en el plano de las teorías predomina entre los docentes el enfoque “constructivista” basado en la participación activa del alumno en el proceso de aprendizaje[25], las prácticas efectivamente utilizadas en las salas de clase siguen respondiendo a los patrones pedagógicos tradicionales.

Sabemos, por estudios recientes al respecto, que los futuros maestros y profesores no adquieren durante su formación inicial las herramientas básicas para desempeñarse en los primeros grados de las escuelas primarias donde se debe enseñar a leer y escribir ni para trabajar en contextos específicos como el los pueblos originarios, escuelas rurales unidocentes, contextos de extrema pobreza, y muchos otros que existen en los países de la región[26]. No debe haber otra profesión donde exista tanta separación entre lo que se enseña en el período de formación y lo que luego se exige en el desempeño.

Es necesario reaccionar frente a este fenómeno, que tiene dimensión universal. Se impone una reflexión seria por parte de todos los involucrados en la producción de conocimientos en educación, para devolverle a la pedagogía la validez que requieren los desafíos educativos que estamos enfrentando. ¿Cuál es el vínculo entre la política y la pedagogía y todo lo referente al saber técnico-profesional de los docentes?. Es obvio que no se puede decidir desde los organismos de decisión política cuál debe ser la forma de enseñar. La política puede (y debe), en cambio, promover innovaciones, experiencias, proyectos, dirigidos a diseñar formas eficaces de enseñanza en los diferentes contextos sociales y culturales. Se trata, en definitiva, de brindar incentivos claros a la orientación de la investigación educativa.

 

Una visión renovada de la planificación: planes decenales y planes de emergencia

 

Proponer metas con plazos y estrategias para alcanzarlas supone restablecer la validez de los principios básicos de la planificación del desarrollo social, que tuviera una significativa vigencia en la segunda mitad del siglo pasado. En un mundo cambiante e incierto, con fuerte reconocimiento a la diversidad y a la autonomía de los actores sociales, no existe lugar para las estrategias tradicionales de la planificación centralizada. Sin embargo, las consecuencias de la aplicación de estrategias fundamentalistas de mercado así como los ideales de justicia social, exigen un papel protagónico del Estado y el consenso de todos los actores sociales en el logro de metas comunes.

No se trata, en consecuencia, de volver a la planificación centralizada y lineal del siglo pasado. Nadie puede prever, por ejemplo, los puestos de trabajo que serán creados en las próximas décadas ni tampoco es posible regular desde el Estado el comportamiento de la demanda social. Pero tampoco nadie podría negar que las políticas educativas son políticas de largo plazo que no pueden quedar libradas ni a los gobiernos ni al mercado. Los gobiernos tienen plazos que no se corresponden con los que exigen las estrategias educativas y el mercado no tiene perspectivas de largo plazo porque su lógica se basa en los beneficios “aquí y ahora”. Desde este punto de vista, es necesario que el Estado asuma el papel de actor clave en el diseño de las políticas necesarias para el desarrollo a largo plazo de los pilares de una sociedad más justa.

Esas políticas exigen discusiones y consensos sociales para que sean ejecutadas por encima de los plazos gubernamentales. En este sentido, son auspiciosos los ejercicios recientes de definir planes decenales de educación, tanto a nivel nacional como regional. Esta metodología recupera lo esencial del pensamiento planificador y supera sus limitaciones. Las metas son elaboradas a través de discusiones donde se articula el conocimiento técnico con la participación social; el tiempo para el logro de dichas metas supera el corto plazo gubernamental y del mercado, pero también permite superar el carácter angelical de las propuestas sin límites que tienen los proyectos utópicos; dado su carácter de “plan”, el instrumento está dotado de mecanismos de evaluación y de información que permiten el monitoreo de la marcha de las metas y el control público de su ejecución y, por último pero no menos importante, dejan un margen importante de autonomía sobre la definición de los procesos mediante los cuales se pueden lograr las metas previstas. Volver a la planificación, desde esta perspectiva, supone introducir racionalidad técnica en las decisiones políticas y compromiso político en los enfoques técnicos.

Pero además de los planes decenales, es preciso reconocer que existen situaciones que reclaman políticas urgentes y de emergencia. Esas situaciones tienen orígenes y desarrollos donde se acumularon y reforzaron situaciones de desigualdad que se trasmitieron de generación en generación, que se trasladaron desde ciertos ámbitos hacia otros y se convirtieron en desventajas y carencias reales que obstaculizan fuertemente el desarrollo y el crecimiento económico. Se trata de contextos en los cuales los habitantes viven en ámbitos de baja densidad poblacional, con población adulta analfabeta o con muy pocos años de escolaridad, en viviendas precarias, sin acceso a teléfonos y medios de comunicación ni a servicios básicos de agua potable, electricidad, cloacas, saneamiento, pavimento o gas. La mayor parte de estas localidades tiene una estructura productiva agropecuaria de muy baja densidad tecnológica y limitada presencia institucional.

En esos contextos, las mejoras o los planes nacionales suelen tener bajo impacto. Los Planes Decenales, en consecuencia, deberían ser acompañados por “planes de emergencia” para la resolución de problemáticas de particular gravedad en una región o territorio y que, por sus características, requieren de una intervención extraordinaria en materia de asistencia técnica y recursos financieros. La necesidad de estos planes de emergencia se justifica plenamente porque en esos contextos se vulneran derechos humanos y constitucionales básicos y la magnitud de la brecha estructural exige un enfoque multidimensional, con asignación de una importante cantidad de recursos financieros y humanos.

 

Los compromisos internacionales

 

Las metas del Milenio forman parte de una tradición de compromisos internacionales destinados a promover condiciones de equidad que garanticen justicia social y paz. Estos compromisos siempre incluyeron un capítulo importante dedicado a la educación. En determinados momentos dicho capítulo asumió la forma de un programa específico, particularmente cuando fueron promovidos por agencias especializadas como la UNESCO. En las últimas décadas un ejemplo importante de esta modalidad fue el proyecto “Educación para Todos”, aprobado inicialmente en la Conferencia de Jomtiem (Thailandia) en 1990 en la conferencia convocada por la UNESCO, UNICEF, el PNUD y el Banco Mundial[27]. Más recientemente, durante la última sesión de la Asamblea de las Naciones Unidas, su Secretario General, Ban Ki-moon, presentó una nueva iniciativa mundial a favor de la educación, denominada “La educación, primero”[28], lo cual debería ser entendido como que la educación ya no puede ser considerada una política sectorial. Por su importancia estratégica en la construcción de sociedades más justas, la educación constituye el pilar sobre el cual es posible promover crecimiento económico con justicia social. En ese sentido, el mensaje de las Naciones Unidas indica que los máximos líderes nacionales deberían involucrarse activamente en la definición de las políticas educativas destinadas a alcanzar las metas del Milenio.

La iniciativa del Secretario General convoca a todos los actores sociales a comprometerse con la educación. La responsabilidad principal es de los gobiernos, pero también los docentes, las familias, los estudiantes, la sociedad civil, los empresarios, el mundo académico y los medios de comunicación de masas son llamados a asumir un papel activo en este proceso. El llamado a todos los sectores obliga a definir las responsabilidades específicas de cada uno. En los países de la región este debate es particularmente importante porque algunos de ellos vivieron procesos de debilitamiento del Estado que ahora se están revirtiendo, han aparecido organizaciones no gubernamentales con particular interés y capacidad de acción en el ámbito educativo y algunos sectores empresarios también comienzan a mostrar interés y compromiso por la educación. En la discusión sobre responsabilidades específicas es necesario definir claramente los roles. En el caso de los empresarios, por ejemplo, nada reemplaza su contribución al desarrollo de la educación como su responsabilidad en la creación de empleo, el pago de salarios dignos y, no menos importante, dejar de promocionar programas de televisión basura. Obviamente, no se trata de subestimar la importancia que pueden tener sus contribuciones en términos de infraestructura, becas o entrenamiento de personal. Pero la responsabilidad principal en esas variables es del Estado. De la misma forma se pueden discutir las contribuciones de los medios de comunicación, de las familias, de los sindicatos docentes y de los dirigentes políticos.

Este enfoque de las alianzas necesarias para lograr las metas educativas asumir que la idea de “La educación primero” debe ser entendida como sinónimo de “prioridad” y no como una etapa de una secuencia lineal de acciones políticas. El ideal de sociedad justa requiere acciones sistémicas e integrales, que abarcan tanto la educación como las políticas económicas, de empleo, de distribución del ingreso, de salud y de vivienda, por ejemplo. Como se sabe, sistémico no quiere decir simultáneo y las políticas exigen la definición de una determinada secuencia de desarrollo. Pero no existen secuencias de validez universal. La validez de una secuencia se define por su pertinencia con respecto al contexto en el cual se define.

Por último, es necesario mencionar que las iniciativas de programas internacionales deberían incluir un acuerdo acerca de las formas más apropiadas para superar la debilidad de los compromisos asumidos para cumplir con estos programas, aprobados formalmente por el conjunto de la comunidad internacional pero sin mecanismos que aseguren la responsabilidad por los resultados.

 

Incluir la educación de las elites dirigentes en la agenda post 2015

 

Para cerrar este texto, resulta necesario volver al punto de partida. En las discusiones sobre los procesos de construcción de sociedades más justas se suele otorgar mayor espacio, recursos y esfuerzos de todo tipo a discutir la inclusión de los sectores excluidos. Sin embargo, es importante recordar que los análisis sobre el nuevo capitalismo han puesto de relieve la existencia de dos tipos distintos de procesos de exclusión. Por un lado, están los excluidos de “abajo”, que mas bien deberían ser considerados como expulsados por el sistema. Aquí se ubican los desempleados estructurales, los ocupados en situación de extrema precariedad y la población que habita en regiones que no participan del proceso social ni como productores ni como consumidores. Pero en el otro extremo están los excluidos de “arriba”, que se autoexcluyen y se des-responsabilizan de sus compromisos con el resto de la sociedad, movidos por una cultura que Alain Touraine denominó “individualismo a-social”.

La agenda de discusión y de diseño de políticas educativas destinadas a promover la construcción de sociedades más justas requiere la incorporación de estrategias que permitan el desarrollo de una mayor conciencia social, solidaridad reflexiva, adhesión a la justicia, responsabilidad social o como quiera llamarse al objetivo de promover mayores niveles de compromiso con el bien público y la cohesión social por parte de los sectores más favorecidos de la sociedad. Desde esta perspectiva, el papel de las universidades y del conjunto de la educación superior es muy significativo. Su análisis debería abarcar no sólo a las instituciones propias de cada país sino a las universidades de los países centrales, donde se forma una parte importante de las elites dirigentes de los países menos desarrollados.

La experiencia en este terreno indica que la formación de mayores niveles de responsabilidad social está asociada a la articulación entre la dimensión cognitiva, la dimensión ética y la dimensión emocional de las personas. El aprendizaje destinado a promover responsabilidad social tiene que enfrentar prejuicios, estereotipos, representaciones muy instaladas en la cultura y en la subjetividad de los actores sociales. Sin dejar de reconocer la complejidad del tema, es preciso asumir que el aprendizaje vinculado a los valores de responsabilidad social trasciende la dimensión cognitiva. Las informaciones y los conocimientos son necesarios, pero no suficientes. Desde este punto de vista, una estrategia pedagógica orientada al logro de estos objetivos de aprendizaje implica diseñar y programar la realización de experiencias que movilicen esas tres dimensiones en forma articulada. Asimismo, es necesario tener en cuenta que este objetivo es pertinente tanto para la formación de los profesionales y científicos de las así llamadas carreras “duras”, como para las “blandas”. Decisiones acerca de hacia donde dirigir y cómo utilizar las investigaciones sobre salud, manipulación genética, cuidado del medio ambiente y producción de alimentos, por ejemplo, son tan importantes como las investigaciones sobre creación de empleo, enseñanza de las ciencias, construcción de viviendas o procesos migratorios[29]. Pero además de este enfoque basado en la incorporación de experiencias de aprendizaje en servicio, la formación de mayores niveles de responsabilidad también está asociada al desarrollo del pensamiento sistémico. Edgar Morin advirtió sobre este tema hace ya mucho tiempo, señalando la asociación que existe entre saber especializado y ausencia de responsabilidad sobre las consecuencias globales del uso de los conocimientos. Según su enfoque, el debilitamiento de la percepción global conduce al deterioro del sentido de responsabilidad, ya que cada uno tiende a hacerse responsable solamente de su tarea especializada. Pero el saber especializado también provoca el empobrecimiento del sentido de solidaridad, ya que no permite percibir el vínculo orgánico que existe entre el saber y la sociedad.

En síntesis, es posible sostener que desde el punto de vista pedagógico, los desafíos más importantes que enfrenta la educación en los comienzos del siglo XXI se ordenan alrededor de dos de los pilares que señaló el Informe Delors[30] hace ya algunos años: aprender a aprender y aprender a vivir juntos. 

 

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Zaki Laidi. Le sacré du présent. París, Flammarion, 2000.

 

 

* Este documento, preparado como contribución al debate de la agenda educativa post 2015, utiliza algunos textos e ideas ya difundidos a través de diversos medios. El libro Educación y Justicia Social en América Latina (Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2012), artículos publicados en el semanario Escuela (www.periodicoescuela.es) y la conferencia pronunciada en la III Reunión de la Mesa del Proyecto Regional de educación para América Latina y el Caribe, 29-30 de enero de 2013 en México, constituyen las fuentes principales.

[1] Sobre los nuevos fenómenos de desigualdad, ver Pierre Rosanvallon y Jean-Paul Fittousi. La nueva era de las desigualdades. Buenos Aires, Ed. Manantial, 1997.

[2] Robert Castel. La metamorfosis de la cuestión social. Barcelona, Paidós, 2002.

[3] Sobre la cultura del nuevo capitalismo, Richard Sennett. La cultura del nuevo capitalismo. Barcelona, Anagrama, 2006.  Un análisis importante sobre el déficit de sentido, puede verse en Zaki Laidi. Le sacré du présent. París, Flammarion, 2000.

[4] Al respecto, pueden verse las obras recientes de autores como Zygmunt Bauman, Alain Touraine, Ulrich Beck, Paul Krugman, Amartya Sen o Joseph Stiglitz, entre otros.

[5] Manuel Castells. Redes de indignación y esperanza.  Madrid, Alianza Editorial, 2012.

[6] CEPAL. Panorama Social de América Latina. Santiago de Chile, 2012, cap. II, pág. 90. Un desarrollo más amplio de este tema puede verse en CEPAL. Cohesión social. Inclusión y sentido de pertenencia en América Latina y el Caribe. Santiago de Chile, 2007.

[7] CEPAL, Panorama Social… Op. cit, pag. 97

[8] Pierre Rosanvallon. La sociedad de iguales. Buenos Aires, Manantial, 2012.

[9] UNESCO. Políticas para la primera infancia: notas sobre experiencias internacionales. Brasilia, UNESCO, 2005. Banco Mundial. La promesa del desarrollo en la primera infancia en América Latina y el Caribe. Banco Mundial, 2009. Un conjunto muy interesante de artículos sobre este tema puede verse en Cadernos de Pesquisa. Fundaçao Carlos Chagas, nº 148, Janeiro-abril 2013. Para las experiencias europeas, ver Ana Ancheta Arrabal. La educación y atención de la primera infancia en la Unión Europea. Un estudio comparado entre los sistemas de Suecia, Inglaterra y España. Universitat de Valencia, 2012. Sobre América Latina, Ana Malajovich (comp.). Experiencias y reflexiones sobre la educación inicial. Una mirada latinoamericana. Buenos Aires, Siglo XXI Editores Argentina, 2006.

[10] Una recopilación de textos sobre este debate puede verse en EmilioTenti Fanfani (comp). Diversidad cultural, desigualdad social y estrategias de políticas educativas. Buenos Aires, IIPE-UNESCO, 2009.

[11] Berta Braslavsky. La querella de los métodos. Buenos Aires, Kapelusz, 1984.

[12] Ver Juan Carlos Tedesco. Educación y Justicia social en América Latina. Op. cit., cap. 1.

[13] César Coll. Lectura y alfabetismo en la sociedad de la información. Barcelona, UOC Papers; Revista sobre la Sociedad del Conocimiento, nº 1, septiembre de 2005.

[14] Daniel Cassany. En_línea. Leer y escribir en la red. Barcelona, Anagrama, 2011. Ver también Emilia Ferreiro. Pasado y presente de los verbos leer y escribir. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2012.

[15] Op. cit. Pág. 50

[16] Op. cit. Pág 58.

[17] Entre los más importantes se pueden mencionar el Plan Ceibal en Uruguay, el plan Conectar-Igualdad en Argentina, el proyecto Enlaces en Chile, el proyecto Huascarán, en Perú, la experiencia de la Fundación Dengo en Costa Rica. Algunos análisis recientes permiten apreciar las características y alcances de estos programas. Para el estudio del diseño y la gestión de estos programas como políticas públicas ver, por ejemplo, Ariana Vacchieri. Las políticas TIC en los sistemas educativos de América Latina. Caso Argentina. Buenos Aires, UNICEF, junio de 2013. Ignacio Jara. Las polìticas TIC en los sistemas educativos de América Latina. Caso Chile. Buenos Aires, UNICEF; junio de 2013. María Balarín. Las políticas TIC en los sistemas educativos de América Latina. Caso Perú. Buenos Aires, UNICEF, junio de 2013. Dense Vaillant. Las políticas TIC en los sistemas educativos de América Latina. Caso Uruguay. Buenos Aires, UNICEF, 2013. Para un análisis sobre las prácticas pedagógicas y de administración de los sistemas educativos, ver Guillermo Sunkel y Daniela Trucco. Las tecnologías digitales frente a los desafíos de una educación inclusiva en América Latina. Santiago de Chile, CEPAL, 2012.

[18] Milad Doueuhi. La gran conversión digital. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2010.

[19] Adrew Feenberg. (Re) penser la technique. Vers une technologie démocratique. París, La Découverte/M.A.U.S.S., 2004, pág. 50.

 

[20] Al respecto, es interesante analizar el debate abierto por dos enfoques opuestos sobre el impacto cognitivo del uso intensivo de las tecnologías de la información. Por un lado, los argumentos escépticos o pesimistas, expuestos en el libro de Nicholas Carr. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? Superficiales. Buenos Aires, Taurus, 2011. Por el otro, la visión optimista expuesta en Steven Johnson. Cultura basura, cerebros privilegiados. Barcelona, Roca Ed. 2011.

[21] En este sentido, el debate abierto sobre Google, su estructura interna y su funcionamiento como empresa que sale a competir en el mercado, es muy ilustrativo. Ver, al respecto, Siva Vaidhyanathan. La googlización de todo (y porqué deberíamos preocuparnos). México, Editorial Océano de México, 2012.

[22] Francesc Pedró. “¿Nuevas oportunidades, nuevas políticas para América Latina?”. Prólogo a G. Sunkel y D. Trucco, op. cit.

[23] Un testimonio de esta imagen de desprestigio de la pedagogía puede verse en el diálogo de George Steiner y Cécile Ladjali. Elogio de la transmisión: maestro y alumno. Madrid, Ediciones Ciruela S.A., 2005.

[24] OCDE. Société du savoir et gestion des connaissances; Enseignements et compètences, París, OCDE, 2000.

[25] OCDE. Informe Talis. 2009

[26] Para una visión exhaustiva de la situación y de las políticas para el sector docente, ver OREALC/UNESCO. Antecedentes y criterios para la elaboración de políticas docentes en América Latina y el Caribe. Santiago de Chile, UNESCO, 2012.

[27] UNESCO. Declaración Mundial Sobre Educación para Todos y Marco de Referencia para satrisfacer las necesidades básicas de aprendizaje. Nueva York, UNESCO, marzo de 1990.

[28] UNESCO. Education First. New York, UNESCO, septiembre de 2012.

[29] Mariela Torres Pernalete y Miriam Trápaga. Responsabilidad Social de la Universidad. Buenos Aires, Paidós, 2010; María Nieves Tapia. Aprendizaje y servicio solidario en el sistema educativo y las organizaciones juveniles. Buenos Aires, Ciudad Nueva, 2006.

[30] Jacques Delors y equipo. La educación encierra un tesoro. París, UNESCO, 1996.

 

 

 

25-JCT OREALC UNESCO

Material inédito

Título del archivo: "Esquema del documento OREALC"

Fecha del archivo: 2 de septiembre de 2013