Un grupo de investigadores americanos realizó hace algunos años una interesante experiencia sobre las prácticas solidarias. Se seleccionó un conjunto de grupos de alumnos a los cuales sus respectivos maestros les pidieron que hicieran un dibujo.

Una vez finalizada la tarea, los maestros seleccionaron un dibujo al azar y anunciaron que ese dibujo había sido considerado el mejor y que, por ello, tendría un premio en dinero. Cuando los alumnos seleccionados fueron llamados a recibir el premio, el maestro les informó que uno de sus compañeros padecía una grave enfermedad cuyo tratamiento era muy costoso y que se estaba realizando una colecta para ayudar a la familia del compañero enfermo a financiar el tratamiento. En un porcentaje muy alto, los alumnos premiados aceptaron donar la suma recibida.

La misma experiencia fue repetida con otros grupos de alumnos a quienes se les pidió que hicieran el dibujo pero, en este caso, los maestros anunciaron que el mejor sería premiado. Los alumnos realizaron el dibujo sabiendo que competían por un premio. El resto de la experiencia siguió un proceso similar al anterior pero, en estos grupos, el porcentaje de respuestas solidarias bajó significativamente.

Los resultados de esta experiencia pueden ser interpretados de diversas maneras, pero resulta claro que en el marco de los patrones culturales dominantes, la solidaridad está asociada a aquello que obtenemos sin haber competido. Solidaridad y competencia serían, en cierto sentido, contradictorios y excluyentes. Hacerse cargo de esta hipótesis implica asumir que estamos ante un problema de enorme importancia y complejidad. Promover solidaridad en un sentido profundo y convertir la solidaridad en un pilar del funcionamiento de nuestra sociedad, supone ir más allá de la caridad y del asistencialismo. No se trata de subestimar la importancia de esas cualidades y estrategias. Sólo pretendo postular que la magnitud de los fenómenos de exclusión que caracterizan a la sociedad actual reclaman estrategias que permitan trascender esas prácticas.

Solidaridad y competencia pueden articularse si asumimos que la competitividad genuina no es individual sino social. Debemos ser competitivos como sociedad, como equipo y como comunidad. Es en este sentido que se abre el interrogante crucial acerca de cómo formar para la solidaridad. La experiencia relatada más arriba nos pone ante la necesidad de reconocer que todos tenemos una determinada representación inicial de los valores, que condiciona nuestro comportamiento. El primer paso de cualquier metodología para enseñar valores es conocer cuál es esa representación inicial. Sólo con este conocimiento podemos diseñar estrategias de cambio de esas representaciones iniciales.

Pero también sabemos que esas representaciones iniciales están  profundamente establecidas en nuestras estructuras de personalidad. Cambiarlas implica algo más que manejar información y conocimientos. Las experiencias educativas destinadas a promover valores deberían ser experiencias que movilicen las diferentes dimensiones de la personalidad, en especial la dimensión afectiva y emocional.

Por último, una mención especial a los docentes. Enseñar solidaridad supone ser solidario. Nuestros docentes, en su mayoría, lo son. Es preciso cuidar ese patrimonio, protegerlo y desarrollarlo. Pero también con los docentes es preciso salir de la idea de un trabajo individual, de cada maestrito con su librito, de considerar el aula como ámbito exclusivo de la enseñanza y pasar a una concepción de profesionalismo colectivo, de trabajo en equipo y de responsabilidad institucional.

Juan Carlos Tedesco

ENVIADO 14-10.05

 

1- JCT Artículos diarios

Material inédito

Título del archivo Word: "Cómo formar para la solidaridad"

Fecha del archivo: 14 de octubre de 2005