H.A: ¿Dónde naciste y viviste tu infancia y adolescencia?

J.C.T: Nací en Devoto: Beiró y Lope de Vega. Pero después, de chico, a los 10 u 11 años, nos mudamos a Lomas del Mirador, y ahí viví toda mi infancia y juventud hasta que me casé. Estudié en el Normal de San Justo, La Matanza. Mi padre era almacenero. Mi madre era ama de casa. Mi padre era el “bolichero” de Lomas del Mirador.

H.A: ¿Cómo llegaste a la carrera de Ciencias de la Educación?

J.C.T: Mi viejo me envió al Normal de San Justo por una cuestión pragmática: era lo que quedaba cerca. El Normal recién se había abierto, entonces tenía un aire fundacional: buen clima, colegio mixto, cosa importante para esa época. Influyó mucho en mi vida profesional Juan Ricardo Nervi, profesor de Pedagogía y Didáctica. Era un profesor de secundario que te marcaba, un ser humano increíble: pedagogo, cantaba tangos, hacía chistes, recitaba poemas. Me abrió su casa, su biblioteca, me entusiasmó con la educación. Seguí, terminé como maestro y comencé la carrera de Ciencias de la Educación. Como todo en la vida, fue una decisión que tomé sin mucha reflexión.

La presencia de Nervi fue muy decisiva: él me transmitió una visión de la educación  muy atractiva. Me metió en ese mundo. Escribí con él algunos artículos en el diario Educación Popular. Y me di cuenta que tenía ciertas cualidades para el trabajo intelectual. Esto me permitió canalizar, además, muchas de mis inquietudes políticas.

Empecé a trabajar como maestro, y luego como maestro nocturno en la escuela de la Isla Maciel, donde mis compañeros de la UBA hacían extensión. Tuve una crisis en el 66: como materia optativa teníamos Lógica con Klimovsky, otro profesor excepcional, y después cursé Filosofía de la Ciencia. Me entusiasmé tanto con esas materias, con esa perspectiva sobre la ciencia, que casi dejo la carrera para comenzar otra.

Me recibí y después llegaron los 70. En el 73, la Revista de Ciencias de la Educación seguía saliendo y las nuevas universidades empezaron a contratar a jóvenes profesores. Esto me permitió trabajar primero en la Universidad Nacional de Comahue, y luego un año en la Universidad Nacional de La Pampa. Cuando las cosas se complicaron, cuando me estaba por ir del país apareció el Proyecto de Germán Rama y me quedé en el país (nota: el Proyecto DEALC UNESCO-CEPAL-PNUD).

Ese proyecto era una especie de oasis, de “paraguas”: teníamos la cobertura institucional de las Naciones Unidas. Ahí fue cuando escribí “Educación y clase obrera”, un libro que se publicó en México bajo el seudónimo de Carlos Biasutto (nota: Biasutto era, por entonces, un reconocido arquero del fútbol argentino. Entre otros clubes, defendió la valla de Atlanta, Rosario Central, Boca y Unión de Santa Fe).

H.A.: Respecto a la Revista de Ciencias de la Educación, en Universidad e intelectuales Suasnábar afirma que la revista tuvo una primera etapa (del número 1 al 6) signada por los “ecos del debate desarrollista”, y una segunda caracterizada por una estrategia promotora de las ideas de la izquierda marxista.

J.C.T: Visto desde afuera, se puede hacer ese análisis. Desde adentro, no era tan  así. La evolución de la revista era la evolución de nosotros, y de lo que pasaba con la producción en el campo de la educación. No es que nosotros nos convertimos en voceros de la izquierda, sino que la comunidad educativa empezó a adoptar esas posiciones. La revista mantuvo cierto pluralismo. No fue una revista sectaria. Eso tratamos de mantenerlo.

H.A: ¿Cómo y por qué se produjo la radicalización de los debates político-educativos en la revista?

J.C.T: Todo se empezó a radicalizar, no sólo la revista: la situación, el país. Era una época donde se vivía muy al día, no se sabía qué iba a pasar. Todos vivíamos en un contexto de ebullición. La RCE acompañó ese proceso, manteniendo siempre cierta ecuanimidad. Nunca se casó con un grupo específico, a pesar de que había gente que pertenecía a determinados grupos: el marxismo, el peronismo revolucionario. Siempre buscamos que la RCE fuera un órgano plural y con llegada a América Latina. Y, en cierta medida, lo logramos.

Finalmente, la revista la dejamos de publicar en 1975, cuando una persona sospechosa se acercó a la escuela donde teníamos el depósito para averiguar algunas cosas. Después de esa situación, la directora nos pidió que retiráramos los archivos y ejemplares de ahí y los lleváramos a otro lugar. Así se terminó nuestra aventura.

H.A: A partir de la radicalización de los debates político-educativos, la revista optó predominantemente por el estructuralismo althusseriano para comprender los procesos sociales, y por el reproductivismo educativo para analizar el campo educativo. ¿Coincide usted con esta apreciación?

J.C. T: Sí, pero cuando dicen “la revista”, en realidad eran algunas personas que escribían ahí y tenían esa orientación. Hay que decir que, en ese entonces, la producción más seria era de corte marxista. Lo que venía adherido al peronismo era una cosa más populista, más vinculada a la acción que a la reflexión. Había algo de reflexión en Freire. Yo decía que su enfoque tenía la ventaja de desmontar los mecanismos ideológicos que estaban detrás de las propuestas didácticas, pero que no tenía  ninguna respuesta eficaz a las necesidades de aprendizaje de los sectores populares que iban a la escuela y querían aprender.

La producción del campo marxista era mucho más consistente, seria y articulada que lo que venía de otras corrientes como la derecha (con quien no teníamos nada que ver), y con ese tipo de pensamiento de la educación popular que tenía poca reflexión y mucha acción. Por eso terminamos inclinándonos por esas ideas (nota: por las ideas de algunos autores de la nueva izquierda crítica francesa).

H.A: En el número 5 (julio de 1971), la revista publicó un artículo de Jean Claude Filloux titulado El proceso de enseñar-aprender y la investigación en Ciencias de la Educación, en el que aparece una breve referencia a una edición de La reproducción de Bourdieu y Passeron editada por Seuil en 1970. Podríamos decir, entonces, que una de las primeras apropiaciones intelectuales en el campo educativo argentino de la obra de Bourdieu tuvo lugar en la primera etapa de tu revista. Por otro lado, en el número 7 (abril de 1972), se publicó un artículo tuyo titulado El debate de la Reforma Educativa: un caso de debate tecnocrático, en el que La reproducción de Bourdieu y Passeron fue utilizada para criticar el carácter tecnocrático de la propuesta educativa impulsada por la “Revolución Argentina”. ¿Podrías describir brevemente las intenciones e ideas centrales del texto? ¿Contra qué grupos pedagógicos discutías?

J.C.T: Básicamente, yo discutía con la derecha de la “Reforma” y con sus defensores en la universidad. Este era un debate que tenía la exigencia de recoger la historia, para ponerla en el contexto de esos momentos de la Argentina.

La Reforma del 68 era una especie de conservadorismo nacionalista contra el cual había que discutir. En ese momento, el aporte de Bourdieu, de la escuela como aparato reproductor, me permitía ver cómo una reforma de ese tipo, más allá de los argumentos pedagógicos y psicológicos, tenía un carácter ideológico. Ese tipo de textos me ayudaban a entender lo que había detrás de esa Reforma.

Distinto era si uno miraba la realidad latinoamericana. En América Latina, salvo el caso de Argentina y Uruguay, en la década del 60 la expansión de la escuela primaria recién comenzaba. Nuestra mirada hacia América Latina era por entonces muy limitada. Empecé a entender lo que pasaba en la región cuando comencé a trabajar en el proyecto de la CEPAL. Ahí empecé a entender a América Latina: ahí empecé a comprender que la región era más compleja de lo que creía, y que había otras realidades más allá del Río de la Plata.

H.A: En el número 8 (agosto de 1972), tu revista publicó otros dos artículos en los que se efectuaban referencias a la obra de Bourdieu: 1) Los problemas y los falsos problemas de la democratización del sistema escolar, de Jean Claude Passeron; 2) La lectura ideológica de textos escolares, de Rafael Roncagliolo.  ¿Cómo y de qué manera ustedes establecieron relaciones con esos intelectuales, y qué preocupaciones teóricas y motivaciones ideológicas los unía?

J.C.T: Bueno, todo era muy precario. Leíamos el artículo en alguna revista francesa, y ahí empezábamos el contacto con la publicación o el autor. En general, todos ellos eran muy generosos: la idea de ser traducidos al castellano y para la Argentina, les parecía interesante. Por supuesto, no pagábamos un centavo por eso. Caso Filloux, caso Passeron. Ya te digo, eran situaciones muy artesanales. Leíamos, nos parecía muy interesante un artículo en francés, o bien alguien lo traía a la revista. Muchas veces, los publicábamos sin permiso. Todo era muy artesanal.  

Lo mismo pasaba con la distribución y la venta de ejemplares. Estaban los suscriptores, había que armar los sobrecitos, las etiquetas, no teníamos empleados. Y después los llevábamos a las librerías y los kioscos: a la calle Corrientes, a un kiosco que estaba frente al cine Lorraine, a la Librería Hernández.

En la Librería Hernández, yo hablaba con el viejo Hernández, le llevaba las revistas, él las vendía y luego nos pagaba. Los kiosqueros, dos o tres kiosqueros de Corrientes, las librerías de la Facultad, después en las provincias: así se hacía la distribución…

H.A: ¿La reproducción fue el primer libro de Bourdieu que leíste? ¿Lo leíste en lengua francesa o traducido al  castellano?

J.C.T: La primera lectura fue en francés. Después, cuando salió en castellano, lo volví a leer porque era mejor la versión del traductor que la mía (sonríe).

La Reproducción tenía una escritura, una estructura lógica-deductiva muy interesante, y eso a mí me seducía mucho. A otros no, les parecía una cosa absurda, algo muy sofisticado.

Esa estructura de razonamiento era muy seductora para mi. Después ya no, la verdad es que yo no seguí por ahí. A medida que me metí con los problemas latinoamericanos fui mirando con un poco más de escepticismo la producción que venía de los países centrales. Lo mismo me pasó con otros autores: por ejemplo, con Gintis, con todo ese pensamiento que era muy mecanicista.

Como te decía, empecé a trabajar con toda la problemática de América Latina en el proyecto de la CEPAL. Tenía discusiones muy lindas y fuertes con Germán Rama, que era uruguayo. Con él teníamos diálogos de gran valor. Toda la producción de ese proyecto se ubicaba en un momento de transición: por un lado, el agotamiento del discurso tradicional planificador de la CEPAL; por otro lado, la entrada, con muchos debates y dificultades, de los enfoques asociados a los “estilos de desarrollo”, que comenzaban a reconocer la enorme heterogeneidad de los casos nacionales en el proceso de desarrollo económico y social. Toda esa complejidad, gran parte del pensamiento europeo no te permitía comprenderla: se necesitaba de otras categorías, de otros conceptos.

Touraine, en ese sentido, quizá visto desde ahora, fue el que más me aportó para entender la realidad latinoamericana. Él empezó a plantear que en América Latina no hay sociedades al estilo europeo: es decir, no hay una estructura de clases sociales con una fuerte correlación entre el proceso de producción, la cultura y la acción política. Esos 3 factores, en América Latina, están totalmente disociados: son como placas tectónicas. En gran medida, porque la producción deja afuera a mucha gente: el lugar en la producción no genera conciencia de clase en la región. Las sociedades dependientes tienen esas características. Esta idea me permitió pensar, embrionariamente, lo que empezamos a encontrar en los estudios sobre las realidades latinoamericanas, que eran múltiples y presentaban contradicciones entre los planos económicos, políticos, sociales y educativos.

El proyecto con Rama avanzó un poco, hasta donde pudo. Tenía, además, las limitaciones de ser un proyecto de los organismos internacionales. Hicimos lo máximo que pudimos.

H.A: En 1981 hiciste un trabajo con Rodrigo Parra Sandoval titulado Marginalidad urbana y educación formal, y presentaste Elementos para el diagnóstico del sistema educativo tradicional en América Latina. En esos trabajos, y siguiendo a Bourdieu y Passeron, recuperaste la preocupación por la distancia entre la cultura dominante reproducida por la escuela, y la cultura de los niños y jóvenes estudiantes provenientes de los sectores populares, con el fin de explicar la escasa productividad del modelo pedagógico del sistema educativo tradicional. ¿Podrías desplegar esta idea y los motivos de tu preocupación en esos dos trabajos?

J.C.T: Cuando uno analizaba la realidad latinoamericana, esta disociación era un elemento fundamental, tanto para explicar el éxito como el fracaso de la escuela. Porque si la distancia era muy alta, si la escuela ponía estándares y patrones muy altos, los chicos de los sectores populares fracasaban. Ahora bien: por otro lado, y esto lo discutía mucho con los marxistas revolucionarios, la escuela tenía que enseñar a leer y escribir; tenía que enseñar matemática y ciencias. Eso no era pura ideología. Esto costaba mucho hacerlo entender, porque en todo ese esquema freireano de la dialéctica del amo y el esclavo; en todo ese esquema simplificado del marxismo mecanicista se afirmaba que todo lo que se transmitía era ideología, y que todo estaba al servicio de la dominación. ¡Momento! Aprender a leer y escribir fue una gran conquista de la clase obrera y los sectores populares. No era solo pura ideología.

En ese período, entonces, lo que empezó a suceder fue que la propia cultura escolar comenzó a vaciarse de contenido, y los docentes comenzaron a dejar de ser aquellos actores centrales cuya misión era incorporar a los sectores populares a la cultura. Las demandas educativas comenzaron así a reducirse a las demandas de cobertura educativa: la cobertura aumentaba, sí, pero también el fracaso educativo (ese es el gran dato de América Latina, en esa época y ahora). Ahora tenemos que todos van a la escuela, una cantidad importante de años, pero no aprenden todo lo que debieran aprender. Se da así un proceso en el que el acceso a la educación no logra garantizar el acceso al conocimiento.

Lo que también ayudó mucho, más Passeron que Bourdieu, fue la idea de “inflación escolar”. En realidad, ese concepto explicaba que, en nuestras sociedades, te van corriendo “hacia adelante” el lugar donde se establece la diferenciación social. En América Latina, este es un fenómeno muy visible. Cuando se expandió la educación primaria, la primaria dejó de enseñar. Cuando se expandió la secundaria… Después la universidad, y ahora el posgrado. Señalo este fenómeno porque al mismo tiempo que se produce esto, permanece intacta la idea de que la educación tiene que ser la vía para el acceso a los puestos de trabajo.

Hoy más que nunca el papel del sistema educativo es mucho más complejo, más amplio, más político y cultural que simplemente de adecuación al mercado. Ese debate, en el marco del proyecto de la CEPAL, lo habíamos empezado a dar.

H.A: Vasconi también habló de la “inflación escolar” en un artículo publicado en tu revista en el año 1973. ¿Cómo era tu relación con él?

J.C.T: Era una relación cordial. Sus primeros trabajos eran muy funcionalistas. Luego viajó a Chile, trabajó en la FLACSO y ahí hizo un giro hacia el marxismo.

Vasconi venía de la sociología. No era un educador: era uno de los sociólogos más relevantes de aquella época, en un país como Chile, que era una usina de conocimientos en ese momento. Nosotros no teníamos en la Argentina un lugar así: entre otras cosas, porque en el 73 el “montonerismo” no era un movimiento que auspiciara la investigación. 

Conocí a Vasconi en Chile, en uno de esos debates virulentos, y quedó el vínculo luego de la presentación de mi libro Educación y sociedad en la Argentina (1880-1900) en ese país. El pensamiento de Vasconi quizá era la expresión más radicalizada del enfoque de izquierdas sobre la escuela.

Te sugiero que leas un libro que se publicó la semana pasada, Educación y justicia social en América Latina, con un prólogo de Ricardo Lagos. En ese libro hago una especie de balance y recorrido de toda esa época. Toda la primera parte del libro es histórica. La idea es que hubo en la región tres grandes momentos en el vínculo educación-sociedad: 1) el primero fue de orden político, en el que la educación fue concebida como la variable de construcción del Estado-Nación; 2) en el segundo período, la educación fue vista como el mecanismo de formación de los recursos humanos para acelerar el desarrollo; 3) por último, hubo un tercer período, en los noventa, donde la educación entendió al ciudadano como un cliente o un consumidor...

Como te decía, el pensamiento de Vasconi o Illich tenían en común el ataque a la escuela, al maestro. Claro, con esa propuesta era imposible desarrollar una política educativa. Esto se aprecia muy claramente cuando regresa la democracia y surge la necesidad de hacer políticas de Estado. Todo ese pensamiento era estéril para hacer política educativa. Sin embargo, las ideas de esos autores dejaron una herencia complicada, una gran desconfianza, desmoralización y desprofesionalización en todo el sistema educativo. Esa herencia no fue solo el producto de los gobiernos y enfoques autoritarios, sino también de ese tipo de pensamiento más radicalizado contra la escuela.  

En el fondo, si uno lo mira bien, el pensamiento autoritario y el revolucionario coinciden en hacer de la educación un lugar de lucha ideológica. Que lo era, sí, pero con eso terminaron vaciando a la educación de su tarea de transmisión de conocimientos: unos porque la consideraban como un ámbito de subversión; otros porque la entendían como un mecanismo de reproducción de las desigualdades sociales. Es notable como los dos, con categorías distintas, eliminaron la especificidad de la educación como un fenómeno de enseñanza y aprendizaje.

Este es un tema interesante para la historia de la educación, y hay que analizarlo con honestidad intelectual. Para algunos sectores de la izquierda, aún sigue siendo políticamente incorrecto reconocer eso...