Quiero, en primer lugar, agradecerle al Sr. Rector la posibilidad que me brinda de dirigirme a todos ustedes en este momento tan especial e importante para la vida académica de la institución y de todos los que la integramos. Los temas posibles para una conferencia de este tipo son siempre complejos, porque no es fácil encontrar un eje común para los que desarrollamos nuestras actividades en la universidad. Por eso nos ha parecido que la mejor opción era aprovechar esta oportunidad para reflexionar con ustedes acerca de la universidad y de su papel en la sociedad.
Ya resulta un lugar común sostener que vivimos –no sólo en nuestro país sino en el conjunto de la sociedad- un proceso de transformaciones muy profundo, una de cuyas características fundamentales es la centralidad que adquiere el conocimiento en la conformación de la estructura social. Si bien el conocimiento y la información siempre fueron factores importantes tanto desde el punto de vista económico como político y social, su papel en la actualidad asume características específicas que no pueden ser ignoradas. No hay más que mencionar, por ejemplo, el impacto que han provocado las tecnologías de la información en los modelos tradicionales de organización de trabajo y en las bases de la competitividad económica. Pero el impacto de la centralidad del conocimiento no es sólo económico sino político y cultural. Los debates ciudadanos actuales son todos debates intensivos en información y conocimientos. Pensemos, por ejemplo, en la discusión sobre las consecuencias sociales de las investigaciones sobre el genoma humano o los debates sobre la contaminación ambiental o, más prosaicamente, la discusión sobre las políticas económicas. Todos estos temas exigen un manejo profundo de información y conocimientos y ponen de relieve que la alfabetización científica constituye hoy una parte muy importante de la formación ciudadana.
Los que tuvimos oportunidad de vivir los momentos en los cuales comenzaron a producirse estos cambios recordamos el optimismo inicial con el cual se analizaron las consecuencias sociales del nuevo papel del conocimiento. Ese optimismo estuvo basado en una extrapolación lineal de las características de la producción de conocimientos a la vida social. Recordemos aquellos libros de gran impacto en los que Alvin Toffler pronosticaba que la centralidad del conocimiento aseguraba el advenimiento de una sociedad más democrática, más equitativa y más dinámica. Ese optimismo inicial, sin embargo, fue reemplazado rápidamente ya sea por visiones claramente pesimistas como por visiones que intentan comprender la complejidad de los procesos sociales actuales y lejos de pronosticar futuros inevitables, nos dejan un margen importante para producir nuestro futuro.
En todo caso, aprendimos duramente que las potencialidades democráticas del uso intensivo de conocimientos no son inevitables. Las tendencias al aumento de la desigualdad y de la exclusión social, vigentes en muchas partes y momentos de la historia reciente, indican que una sociedad y una economía basadas en el uso intensivo de conocimientos pueden ser mucho más inequitativas que una sociedad y una economía basadas en el uso de los factores tradicionales de producción.
Pero además de estas tendencias a la desigualdad y la exclusión social, el nuevo capitalismo basado en el uso intensivo de información y conocimientos es concomitante con una serie de cambios culturales de enorme importancia para nuestro trabajo como educadores, como científicos o intelectuales en general . La profundidad de los cambios, su rapidez y la incertidumbre acerca de su dirección, están provocando que nuestra cultura se caracterice por una fuerte concentración en el presente. Según Richard Sennett, vivimos en una cultura del aquí y ahora y del nada a largo plazo. Este fenómeno puede ser analizado desde perspectivas diferentes, pero aquí nos interesa destacar que la educación es el lugar donde se expresan más concretamente – y dramáticamente - las consecuencias sociales de la ruptura con el pasado y de la ausencia de futuro. La tarea educativa, en definitiva, consiste en transmitir el patrimonio cultural y en preparar para un determinado futuro. Si el patrimonio cultural carece de vigencia y el futuro es incierto, se erosionan los pilares fundamentales sobre los cuales se apoya la misión de las instituciones y los papeles de los actores del proceso pedagógico, tanto escolares como no escolares. Sólo como referencia quisiera mencionar que la frase preferida por más de la mitad de los entrevistados en la Encuesta Nacional de Juventud, realizada en México en el año 2005, fue: “El futuro es tan incierto que es mejor vivir al día”.
El déficit de sentido del nuevo capitalismo ha sido analizado desde múltiples perspectivas. En tanto educadores, sin embargo, tenemos el mandato social de considerar no sólo las formas de construirlo y transmitirlo sino también sus contenidos. Para los educadores, no da lo mismo una orientación que otra. La definición de esos contenidos supone tomar posición con respecto a cuáles deben ser las orientaciones básicas que definen el sentido de la acción social.
Cada etapa histórica tuvo la posibilidad y la necesidad de definir un determinado sentido a la acción social y pudo crear niveles de adhesión que daban legitimidad a esos contenidos. Al respecto, podemos distinguir tres grandes modelos, que tuvieron vigencia en distintos momentos históricos, definidos por la principal variable a través de la cual se estableció el vínculo de la educación con el resto de la sociedad. En el primero de ellos, la variable clave fue la política. La educación constituyó uno de los pilares fundamentales sobre los cuales se construyeron los Estados Nacionales. En ese momento, la educación fue percibida como el proceso por el cual sería posible homogeneizar culturalmente a la población y formar a las elites dirigentes. En el segundo modelo, que temporalmente podemos ubicar en la década de los ’60, la variable clave fue la economía y la educación se definió como la dimensión responsable de la formación de los recursos humanos para el desarrollo económico y social. El tercer modelo se ubica en la década de los ’90, cuando se apreció la crisis de los dos factores anteriores sobre los cuales se habían diseñado las políticas educativas: la nación y el trabajo. El déficit de sentido que caracterizó al “nuevo capitalismo” globalizado se tradujo en exigencias de eficiencia y eficacia, en el predominio de debates instrumentales y en las tensiones y presiones propias de la aplicación de la lógica de mercado a la producción y distribución de un bien público como es el conocimiento.
Frente al agotamiento de la capacidad de estos modelos para orientar el sentido de la acción educativa, el interrogante más profundo que enfrentamos es el que se refiere a la posibilidad que este déficit de sentido se constituya en un rasgo permanente de la dinámica social o que sea cubierto por propuestas cuyos contenidos no se corresponden con nuestros objetivos. Al respecto, es posible percibir dos tentativas, socialmente vigentes, de cubrir el déficit de sentido. La primera de ellas es la del fundamentalismo autoritario y la segunda es la del individualismo a-social. No es el momento para analizar el contenido de estos modelos, conocidos seguramente por todos ustedes. Lo que quiero postular es que entre el fundamentalismo autoritario y el individualismo a-social, tenemos la opción de construir sociedades más justas. Esta opción no es, obviamente, una definición científico-técnica. Es una opción ética o ético-política, para ser más precisos. Definir a la justicia como concepto central del sentido socialmente compartido, implica ubicarnos en un enfoque cercano a la filosofía social o la filosofía política. El ejercicio del saber social siempre estuvo asociado a opciones éticas, políticas o ideológicas. En las últimas décadas, sin embargo, el saber social tendió a ejercerse desde el paradigma de las ciencias sociales, lo cual otorgó a nuestras prácticas profesionales un marco de mayor rigor, exigencias de coherencia y de contrastación con la información empírica. No se trata de renunciar a estos avances. Sin embargo, cuando lo que está en juego no son opciones técnicas sino opciones éticas, el paradigma de la ciencia social muestra sus limitaciones. Como sostuviera I. Wallerstein, la idea de que el saber científico y el filosófico-humanístico son radicalmente diferentes, como si constituyeran dos formas intelectualmente opuestas de 'saber' el mundo - algo que a veces se dio en llamar la tesis de las 'dos culturas' -, no sólo se está volviendo inadecuada como explicación de la masiva transición social que atravesamos, sino que incluso se convierte en un obstáculo a la hora de enfrentar la crisis de manera inteligente.
La demanda o la búsqueda de justicia social es una constante en la historia de la humanidad. En esta etapa del desarrollo social, dicha búsqueda está ocupando un lugar central en los debates acerca del destino, tanto individual como colectivo, porque se han erosionado los factores que en el pasado impulsaban la vigencia de altos niveles de solidaridad orgánica. Las transformaciones en el modelo de organización del trabajo, producidas por el uso intensivo de las nuevas tecnologías de la información, están erosionando las bases de la relación salarial, provocando procesos muy importantes de precarización en los contratos de trabajo, polarización social y exclusión. Desde el punto de vista político, es preciso tener en cuenta la erosión del Estado-Nación, producida tanto por la construcción de entidades supra-nacionales como por el resurgimiento de demandas locales. Mientras los problemas sociales más significativos tienen una dimensión planetaria, las experiencias de ciudadanía –salvo para una elite muy reducida – se ejercen a nivel local. Estas transformaciones también provocan exigencias distintas a las tradicionales para el ejercicio de la ciudadanía y para los vínculos de solidaridad.
Los análisis sobre estos temas son numerosos y bien conocidos. Lo que aquí nos interesa destacar -por sus consecuencias sobre la educación-, son dos aspectos principales. El primero de ellos, de carácter estructural, se refiere al papel de la educación en la construcción de sociedades más justas. Dicho sintéticamente, podemos sostener que la educación es condición necesaria para la inclusión social. A diferencia del pasado, donde había posibilidades de incorporarse al mercado de trabajo y al desempeño ciudadano sin una educación formal de buena calidad, hoy - y mucho más en el futuro - con menos de educación secundaria terminada las posibilidades de caer en la exclusión social son muy altas.
El segundo aspecto se refiere al impacto cognitivo que tienen estas transformaciones. Para construir sociedades justas en el contexto de estos nuevos escenarios sociales, políticos, económicos y culturales, no alcanza con la solidaridad orgánica. La inclusión social no será un producto natural del orden social, sino el resultado de acciones concientes, voluntarias, reflexivas – para usar la expresión de A. Giddens – que requieren mucho más esfuerzo tanto cognitivo como emocional que el exigido por el capitalismo tradicional. Sólo con un esfuerzo consciente y masivo de solidaridad, será posible superar los determinismos de las lógicas del mercado, que expulsan a una parte importante de la población de los circuitos de acceso a los bienes y servicios básicos para el desempeño ciudadano y el desempeño productivo.
Desde este punto de vista, las exigencias cognitivas que es necesario satisfacer no afectan sólo a los dispositivos que se diseñen con respecto a los excluidos sino también a los incluidos. Retomando nuevamente a Giddens, es necesario analizar este tema tanto con respecto a los excluidos de abajo (o expulsados) como a los excluidos de arriba, que se automarginan y rompen su vínculos de responsabilidad con el resto de la sociedad. Dichas exigencias colocan a la educación en una situación particular: debe promover altos niveles de adhesión a la justicia social como rasgo cultural compartido y, a su vez, exige la existencia de esa adhesión para legitimar su tarea socializadora.
La adhesión a la construcción de una sociedad justa es un tema central en la definición del futuro. Siguiendo los análisis de Giddens, es posible postular la hipótesis según la cual la adhesión que requiere la construcción de una sociedad justa es una adhesión reflexiva. Pero reflexividad no es sinónimo de racionalidad o de comportamiento basado exclusivamente en el predominio de la dimensión cognitiva. La adhesión a la justicia demanda una reflexividad en la cual hay un lugar importante para la emoción. No son pocos los acontecimientos históricos trascendentales que provocó la lucha por la justicia que sólo se explican por la fuerte adhesión emocional que ella puede suscitar. Lo novedoso, sin embargo, es la particular articulación que hoy exige la adhesión emocional y ética a la justicia, con el conocimiento y la información necesaria para su desarrollo.
Adherir a la idea de sociedad justa es hoy mucho más exigente en términos cognitivos y emocionales que en el pasado. Al respecto, resulta pertinente retomar el planteo de Habermas, para quien los ciudadanos se ven - y se verán cada vez más en el futuro - confrontados con cuestiones cuyo peso moral supera ampliamente las cuestiones políticas tradicionales. Para ilustrar este alto nivel de exigencias, se suelen mencionar los debates sobre la manipulación genética, el cuidado del medio ambiente, la gestación y el manejo de las crisis económico-financieras recientes o los temas vinculados a la salud (SIDA, drogas, gripe A, etc.). Estamos, según Habermas, ante la necesidad de moralizar la especie humana. Esta tarea excede obviamente las posibilidades de la educación escolar. Sin embargo, permite colocar la acción de la escuela en el marco de un proceso más amplio, de construcción de sentido socialmente compartido.
El papel de las universidades, como instituciones responsables de producir y de distribuir conocimientos, debe ser analizado, por lo tanto, en el marco de estas transformaciones globales. En este sentido, la agenda de discusión sobre el papel de las universidades merece ser mucho más exhaustiva e integral de lo que habitualmente se supone. Existen, al respecto, tres enfoques relativamente habituales en los debates sobre el papel de las universidades que es preciso superar. El primero de ellos consiste en negar la profundidad de las transformaciones, refugiándose en la defensa corporativa de privilegios o situaciones propias del pasado. El segundo, que en verdad constituye una variedad del primero, se expresa en el postulado según el cual la universidad debe adecuar su funcionamiento a la lógica de las disciplinas y de la vida académica, ignorando o subestimando la importancia de satisfacer necesidades sociales de aprendizaje. El tercero, menos habitual entre nosotros pero no por ello menos importante por sus consecuencias políticas, consiste en reducir el debate exclusivamente a una cuestión de técnicas de gerencia y administración, subestimando la importancia de discutir el sentido de las transformaciones.
Necesitamos, pues, ampliar los contenidos de la agenda universitaria. Al respecto, si Uds. me permiten la rapidez con la cual transito en este análisis, quisiera postular que hay al menos dos categorías capaces de incluir los temas más significativos de esta agenda de discusión. La primera de ellas se refiere a todos los problemas relativos al acceso al conocimiento; la segunda se refiere a las relaciones entre universidad, estado y sociedad. Las dos categorías están íntimamente vinculadas entre sí, pero me gustaría concentrarme en la primera de ellas, ya que la segunda ha sido analizada en profundidad en otras ocasiones y ustedes seguramente están al corriente de ese debate.
El análisis del problema del acceso al conocimiento debería tomar en cuenta, al menos, tres nuevos factores.
En primer lugar, ya sabemos que en esta nueva configuración social, será necesario educarse a lo largo de toda la vida. El acceso al conocimiento no se reduce, por lo tanto, al pasaje de la educación secundaria a la superior y al logro de un título universitario, sino que será preciso garantizar un acceso permanente a formas de aprendizaje que permitan la reconversión profesional continua. En este sentido, algunas propuestas ya sugieren, por ejemplo, que ningún diploma universitario tenga legitimidad temporal permanente, sino que el diplomado deba renovar la validez de su título cada determinado período de tiempo. La revalidación de los títulos puede efectuarse ya sea a través de una determinada práctica profesional o de contactos con el saber científico. De acuerdo a este enfoque y en la medida que la capacitación forma parte del proceso normal del ejercicio de una profesión, las exigencias de reconversión deberían ser obligatorias.
En segundo lugar, la democratización del acceso a los niveles más complejos del conocimiento no puede quedar confinada, como ahora, al acceso a la universidad. La calidad de la educación general, universal y obligatoria, es una de las condiciones necesarias para evitar la aparición de fórmulas de neo – despotismo ilustrado, que surgen como consecuencia de la expansión de la importancia del conocimiento en la vida social, económica y política. La prioridad al mejoramiento de la calidad de la educación general obligatoria es, por lo tanto, una exigencia de las estrategias de desarrollo con equidad. La responsabilidad de la universidad en este aspecto es innegable, ya que ella forma los docentes y los científicos en general. La democratización del acceso al conocimiento implica diseñar instrumentos que materialicen la obligación de contribuir al mejoramiento de la calidad de la educación básica general por parte de los universitarios. En este sentido, formación docente y divulgación científica son dos tareas fundamentales. En la formación de los científicos, la docencia y la divulgación deberían estar dotadas de mayores niveles de prestigio que los actuales.
La universalización de la educación secundaria implica un aumento importante de la demanda por educación superior. La diversidad del alumnado trae problemas pedagógicos particularmente en los primeros años de las carreras, donde se concentran gran parte de los fracasos. Todos somos conscientes de la mala calidad de los egresados de las escuelas secundarias. Este fenómeno no es nuevo, pero existen evidencias según las cuales el problema se ha agravado. Dos factores explican este fenómeno. El primero es la expansión cuantitativa de la escuela secundaria, que incorpora sectores de población tradicionalmente excluidos de este nivel. El segundo es más coyuntural. Recordemos que los jóvenes que están finalizando la escuela secundaria en estos años comenzaron su trayectoria educativa entre 1998 y el año 2000 y atravesaron la crisis social y económica más importante de nuestra historia. Frente a esta realidad no podemos permanecer indiferentes y tampoco podemos continuar con la estrategia de hacerles pagar el costo de esta baja calidad a los propios estudiantes. Es necesario que transformemos el interrogante acerca de cómo lograr altos niveles de aprendizaje en contextos como el nuestro en uno de los problemas que la investigación científica debería ayudarnos a dilucidar.
Pero los desafíos de la pedagogía universitaria no se reducen a las exigencias de garantizar el éxito en los aspectos tradicionales de la enseñanza. Los primeros años de las carreras universitarias asumen un papel fundamental para el desarrollo posterior. Una buena formación básica es la garantía de aprendizaje a lo largo de toda la vida. Dicho en otros términos, el estudiante será cada vez más responsable de su propio aprendizaje y, para ello, deberá dominar las operaciones cognitivas fundamentales asociadas a cada dominio del saber y desarrollar las actitudes básicas asociadas al aprendizaje permanente: curiosidad, interés, espíritu crítico, creatividad, etc. Este enfoque implica cambios importantes en la estructura de los diseños curriculares e, incluso, en las escalas de prestigio con las cuales operan nuestras instituciones educativas. Será necesario, en el futuro, otorgar incentivos más importantes para que los mejores docentes se dediquen a los primeros años de estudio, donde tienen lugar los aprendizajes básicos fundamentales.
La dimensión cognitiva no puede estar disociada de la dimensión ética en la formación de los universitarios. El concepto de “inteligencia responsable” de Gilles Lipovetsky puede ser de mucha fertilidad. La pregunta desde la pedagogía universitaria es ¿cómo se forma ese sentido de responsabilidad?. La revisión del enfoque tradicional de la pedagogía universitaria para enfrentar las necesidades de aprendizaje que requiere la formación de mayores niveles de responsabilidad social, implica responder a la articulación entre la dimensión cognitiva, la dimensión ética y la dimensión emocional de las personas. Sin dejar de reconocer la complejidad del tema, es preciso asumir que el aprendizaje vinculado a los valores de responsabilidad social trasciende la dimensión cognitiva. Las informaciones y los conocimientos son necesarios, pero no suficientes. Desde este punto de vista, una estrategia pedagógica orientada al logro de estos objetivos de aprendizaje implica diseñar y programar la realización de experiencias que movilicen esas tres dimensiones en forma articulada.
Al respecto, me atrevo a postular la necesidad de incluir en las carreras universitarias, en forma obligatoria, la realización de experiencias de aprendizaje que garanticen la formación de altos niveles de responsabilidad social en sus egresados. Esto vale para las carreras así llamadas “duras”, como para las “blandas”. Decisiones acerca de hacia donde dirigir y cómo utilizar las investigaciones sobre salud, manipulación genética, cuidado del medio ambiente y producción de alimentos, por ejemplo, son tan importantes como las investigaciones sobre creación de empleo, enseñanza de las ciencias, construcción de viviendas o procesos migratorios. De la misma manera, la responsabilidad en el uso de los conocimientos de los biólogos es socialmente tan importante como la de los economistas, como lo demostró trágicamente la crisis económica que vivimos actualmente.
Hace algunas décadas, a esto se lo llamaba “extensión universitaria”. La extensión universitaria fue concebida como una función de la universidad, la participación en sus programas era voluntaria y no se desarrollaban necesariamente en todos los campos disciplinarios de la institución. Hoy no alcanza con ese enfoque. Es necesaria una estrategia integral, que abarque todas las carreras y que incluya tanto la dimensión cognitiva como la ética y la emocional. Las experiencias de aprendizaje destinadas a promover responsabilidad social tienen que enfrentar prejuicios, estereotipos, representaciones muy instaladas en la cultura y en la subjetividad de los actores sociales. Sabemos, sin embargo, que existen importantes iniciativas en algunas universidades, destinadas a promover este tipo de experiencias de aprendizaje que garanticen la formación de la conciencia social que exige el contexto actual, donde el conocimiento y la información son los factores claves de la competitividad económica y del desempeño ciudadano. Las clásicas experiencias de extensión universitaria, los proyectos de “aprendizaje en servicio” que existen hoy en muchos países, las diversas formas de pasantías y de residencias que se practican en distintas carreras universitarias son, entre muchos otros, ejemplos sobre los cuales podemos apoyarnos. Es necesario recoger esas experiencias, sistematizarlas y convertirlas en la base de un proyecto destinado a la creación de un servicio social obligatorio para todos aquellos que acceden a la cúpula del sistema educativo y que serán responsables en el futuro por poner el conocimiento al servicio de la solución de los problemas sociales más significativos.
Además de este enfoque basado en la incorporación de experiencias de aprendizaje en servicio, la formación de mayores niveles de responsabilidad también está asociada al desarrollo del pensamiento sistémico. Edgar Morin advirtió sobre este tema hace ya mucho tiempo, señalando la asociación que existe entre saber especializado y ausencia de responsabilidad sobre las consecuencias globales del uso de los conocimientos. Según su enfoque, el debilitamiento de la percepción global conduce al deterioro del sentido de responsabilidad, ya que cada uno tiende a hacerse responsable solamente de su tarea especializada. Pero el saber especializado también provoca el empobrecimiento del sentido de solidaridad, ya que no permite percibir el vínculo orgánico que existe entre el saber y la sociedad.
Cómo enseñar a pensar sistémicamente es, junto con cómo romper el determinismo social de los resultados de aprendizaje, el desafío pedagógico más importante que enfrentamos en los comienzos del siglo XXI. También en este ámbito existen experiencias y proyectos sobre los cuales podemos apoyarnos. No se trata sólo de una cuestión didáctica sino que afecta al conjunto del diseño curricular. Las respuestas a este desafío será una construcción colectiva de todos aquellos que trabajan con un alto compromiso por una educación de calidad para una sociedad más justa.
Quisiera dedicar las últimas palabras a nuestra universidad. Como Universidad pública participamos del compromiso de construir una sociedad más justa. Este compromiso se pone de manifiesto a través de todas nuestras acciones en docencia, investigación y extensión universitaria. Pero sabemos que estos desafíos exigen una renovada discusión, donde todos participemos para convertir el compromiso con la justicia en el principal componente de nuestro identidad institucional. Esta es la razón por la cual el Rector de la Universidad quiere darle un impulso significativo a las acciones destinadas a mejorar la calidad de la enseñanza. Sabemos que el tema es complejo y exige acciones sistémicas. Por eso este año la Universidad impulsará activamente un programa de incluya desde el trabajo con las escuelas secundarias de la zona y fortalezca las actividades de orientación vocacional, hasta convertir al ciclo de ingreso y a las materias de los primeros años en lugares de atención privilegiada tanto desde el punto de vista material como pedagógico.
Es necesario que pongamos el mediano-largo plazo en nuestra agenda de discusiones y, para ello, es preciso que comencemos por discutir el sentido de la educación, en “para qué” queremos educar. En un contexto donde existe una concentración muy fuerte en el presente, reclamar la discusión sobre el futuro es profundamente contracultural. Nadie mejor que José Saramago para reflejar la importancia de esta pregunta. Una escena de El año de la muerte de Ricardo Reis, ilustra muy bien la situación que estamos viviendo. Saramago describe el momento de la llegada de Ricardo Reis a Lisboa con estas palabras:
“El maletero alza la gorra y le das gracias, el taxi arranca, el conductor quiere que le digan Para dónde, y esta pregunta, tan sencilla, tan natural, tan adecuada al lugar y circunstancia, coge desprevenido al viajero, como si haber comprado el pasaje en Río de Janeiro hubiera sido y pudiera seguir siendo respuesta para todas las preguntas, incluso aquéllas pasadas, que en su tiempo no encontraron más que el silencio, ahora, apenas ha desembarcado, y ve que no, tal vez porque le han hecho una de las preguntas fatales, Para dónde, la otra, la peor, sería, Para qué...”
Esta es la pregunta fatal que enfrentamos los educadores en este comienzo del siglo XXI, cuando estamos preparando a las nuevas generaciones que vivirán probablemente hasta los finales de este siglo. Se auguran cambios muy rápidos y profundos. Adoptar una clara posición con respecto a la dirección de dichos cambios – la sociedad más justa – es fundamental para que la pregunta fatal no nos tome desprevenidos.
16 JCT-Conferencias
Material inédito
Título del archivo Word: "Conferencia Inauguración Ciclo Lectivo 2011 UNSAM"
Fecha del archivo: 16 de junio de 2011.