Juan Carlos Tedesco

 

Quisiera, en primer lugar, agradecer al Ing. Arturo Roberto Somoza, Rector de la Universidad Nacional de Cuyo, por la distinción que significa para mi esta invitación para cerrar el acto de conmemoración del 60° aniversario del Congreso Nacional de Filosofía de 1949 y de la Conferencia de Clausura pronunciada por el Presidente Juan Domingo Perón “La Comunidad Organizada”. El punto de partida de la Conferencia pronunciada por el Gral. Perón tiene una singular actualidad. A fines de la década del ’40 se vivía, en palabras del Gral. Perón, “la crisis de valores más profunda” de la sociedad y del hombre. Hoy podríamos repetir esa frase y no estaríamos equivocados. La crisis actual no es una mera crisis económica. Es la expresión de cambios muy complejos, profundos y veloces, que marcan el final de un ciclo de desarrollo del modelo capitalista y la apertura hacia senderos que por ahora aparecen rodeados de gran incertidumbre. En contextos de este tipo, las respuestas requieren, como lo hiciera el Gral. Perón hace sesenta años, una apelación a la filosofía. Las épocas de grandes cambios obligan a superar los enfoques puramente técnicos o unidimensionales. La filosofía y, más específicamente aun, la ética, son las herramientas indispensables construidas por el ser humano para encarar los dilemas que plantean estos períodos de la historia. 

Creo que nadie puede negar que estemos atravesando un período histórico donde los diagnósticos sobre la sociedad, así como las respuestas a dichos diagnósticos, movilizan no sólo conocimientos científicos o técnicos, sino los sistemas básicos de valores de los ciudadanos y de los grupos sociales. Quiero destacar que en este postulado, la expresión “no sólo” debe ser leída en un sentido fuerte. No se trata de apelar a los valores en un vacío de conocimientos y de informaciones, particularmente cuando los grandes debates de la sociedad contemporánea son debates intensamente vinculados a cuestiones científicas: la protección del medio ambiente, la manipulación genética, el comportamiento de la economía son, entre otros, temas que requieren estar científicamente alfabetizado para poder participar en forma reflexiva. Pero debemos aceptar que un enfoque basado sólo en el aporte de la ciencia o de la técnica muestra sus límites cuando debemos optar entre alternativas que los conocimientos no alcanzan a explicar ni a resolver.

Existen múltiples maneras de evocar el Congreso de Filosofía de 1949 y la conferencia del Gral. Perón. Quisiera, entre todas ellas, recuperar dos aspectos centrales de aquel acontecimiento. Por un lado, la apelación a la filosofía social o a la filosofía política y, por el otro, la centralidad del debate sobre la cohesión social, la justicia y la construcción de la idea de comunidad.

La apelación a la filosofía, en momentos de cambios profundos y debates trascendentales, es el camino que permite superar al menos dos de las limitaciones más serias del paradigma cognitivo tradicional. En primer lugar, debemos superar la fragmentación impuesta por la lógica de las disciplinas. La filosofía social nos permite una mirada que intenta recuperar la complejidad y la integralidad de los fenómenos humanos. Ya Edgar Morin nos advirtió hace tiempo que comprender la complejidad de los fenómenos ayuda para actuar de manera más responsable y conciente. A la inversa, una mirada que separa, que fragmenta los problemas, que los trata de manera unidimensional, impide tener un juicio correcto y promueve comportamientos irresponsables, porque cada uno tiende a asumir sólo la responsabilidad de su sector o tarea especializada y no se hace cargo, solidariamente, de la totalidad.

En segundo lugar, la filosofía social nos permite superar la inmediatez, los enfoques de corto plazo y el énfasis en los procedimientos, que caracteriza a las visiones tecnocráticas de los procesos sociales. La filosofía social coloca la preocupación por el sentido de nuestras acciones en el centro de las reflexiones tanto individuales como sociales. Esta preocupación por el largo plazo y el sentido de las acciones tiene hoy un profundo contenido contra-cultural. Richard Sennett señaló al respecto, que uno de los rasgos culturales más importantes del nuevo capitalismo es precisamente esta ausencia de perspectivas de largo plazo, este déficit de sentido, propio de un modelo basado en la competencia y en todo “aquí y ahora”.

Desde este punto de vista, podemos sostener que hoy, como hace sesenta años, el sentido de la acción social se define por la posición que se asuma frente a la cuestión de la justicia social. Construir una sociedad justa ha sido, y sigue siendo, el ideal que orienta las acciones de aquellos que se definen éticamente por valores de solidaridad, bien común, derechos humanos, paz y libertad.  Pero si bien la justicia social está en el centro de nuestros debates, las formas para alcanzarlo se han modificado sustancialmente. Mientras en el capitalismo industrial existía lo que los sociólogos denominan solidaridad orgánica, esa solidaridad propia de todo organismo, donde las partes actúan articuladamente, pero lo hacen en forma mecánica, en este nuevo capitalismo, en cambio, tienen lugar fenómenos nuevos por su magnitud, definidos por el concepto de exclusión social, que modifican las estrategias de acción necesarias para alcanzar el ideal de justicia. Para describirlo en pocas palabras, podemos decir que las transformaciones en el modelo de organización del trabajo producidas por el uso intensivo de las nuevas tecnologías de la información están provocando procesos muy importantes de polarización social y de exclusión. Las relaciones sociales ya no serían, como en el caso del capitalismo tradicional, relaciones de explotación y de dependencia. La exclusión o, como lo ha sugerido Robert Castel, la “des-afiliación” a la sociedad de vastos sectores de población, sería la consecuencia central de los nuevos tipos de organización del trabajo. De acuerdo a estos análisis, los excluidos serían casi “inútiles” desde el punto de vista social y económico. Instalados en forma permanente en lo precario y en lo inestable, generarían actitudes y patrones culturales basados en la dificultad de controlar el porvenir. Sus estrategias de supervivencia “día a día” darían lugar a lo que Castel llama la  “cultura de lo aleatorio”. A diferencia de los trabajadores clásicos, el problema que plantean estos sectores es su mera presencia, pero no sus proyectos. La des-afiliación podría conceptualizarse no tanto en términos de ausencia completa de lazos o de relaciones, sino de ausencia de participación en las estructuras que tienen algún sentido para la sociedad. Desde el punto de vista político, estos niveles tan altos de exclusión sólo podrían mantenerse con niveles igualmente altos de autoritarismo. Mantener el sistema democrático en una situación donde un porcentaje significativo de ciudadanos son pasivos desde el punto de vista económico y donde las formas de integración y cohesión son muy débiles, constituye casi un contrasentido.

Enfrentar el desafío de la justicia social en este contexto, implica re-definir el significado y las prácticas de solidaridad. Por un lado, parece evidente que sólo con un esfuerzo consciente y masivo de solidaridad, será posible superar los determinismos de las lógicas del mercado, que expulsan a una parte importante de la población de los circuitos de acceso a los bienes y servicios básicos para el desempeño ciudadano y el desempeño productivo. 

Pero las formas de solidaridad, las formas de promover la justicia social, no son ni pueden ser las mismas que en el pasado. La justicia ya no puede ser ejercida con –usando la feliz expresión de John Rawls – “el velo de la ignorancia”. La justicia social sólo puede ser eficaz si sacamos la venda que cubre los ojos de los encargados de administrar justicia. En la justicia social tenemos que saber a quién le estamos aplicando las medidas, porque si aplicamos la misma medida a todos, podemos ser profundamente injustos. Hacer justicia hoy, es darles más a los que tienen menos, no lo mismo a todos. Pero no se trata sólo dar “mas”, sino de tener en cuenta al sujeto que existe detrás de esa categoría general de “excluido”. Desde este punto de vista, es preciso reconocer que son tan personas los que están arriba como los que están abajo, que existe tanta necesidad de personalización, de reconocimiento de la individualidad, en unos como en otros, y que no podemos trabajar con programas masivos, burocráticos, iguales para todos, en nuestras acciones con los excluidos y dejar las estrategias de acción social personalizada, diferenciada, para los que están incluidos.

Construir una sociedad más justa requiere, por lo tanto, niveles de responsabilidad distintos a los del pasado. Utilizando los aportes de A. Giddens, es posible postular que la solidaridad que requiere la construcción de una sociedad justa es una solidaridad reflexiva. El nuevo capitalismo tiene grados muy bajos de solidaridad orgánica y requiere de los ciudadanos un comportamiento basado mucho más en información y en adhesión voluntaria que los requeridos por el capitalismo industrial o por las sociedades tradicionales. Pero reflexividad no es sinónimo de racionalidad ni tampoco de comportamiento basado exclusivamente en el predominio de la dimensión cognitiva. La adhesión a la justicia social demanda una reflexividad en la cual hay un lugar importante para la emoción. No son pocos los acontecimientos históricos trascendentales provocados por la lucha por la justicia social, que solo se explican por la fuerte adhesión emocional que ella puede suscitar. Lo novedoso, sin embargo, es la particular articulación que hoy exige la adhesión emocional y ética a la justicia con el conocimiento y la información que ella exige para su desarrollo.

Al respecto, puede ser útil poner el ejemplo de la reflexividad que exige promover el respeto a la diversidad. Cada uno hoy tiene derecho a ser reconocido en su propia identidad. Pero esta adherencia a lo propio, a su comunidad de origen, no puede estar asociada a la idea de creer que esa forma de pensamiento es la única buena y legítima. Frente a esta visión limitada, es necesario promover el “pensamiento ampliado”, que permite distanciarse de uno mismo para ponerse en el lugar del otro, no solo para conocerlo o entenderlo mejor, sino para conocerse uno mismo más profundamente.

Lo cierto es que adherir a la idea de sociedad justa es hoy mucho más exigente en términos cognitivos y emocionales que en el pasado. Al respecto, resulta pertinente retomar el planteo de Habermas, para quien hoy los ciudadanos se ven confrontados con cuestiones cuyo peso moral supera ampliamente las cuestiones políticas tradicionales. Estamos, según Habermas, ante la necesidad de "moralizar la especie humana". El desafío que tenemos por delante es de preservar las condiciones sobre las cuales se basa nuestro reconocimiento de que actuamos como personas autónomas, como autores responsables de nuestra historia y de nuestra vida.

Los niveles de responsabilidad que exigen estas decisiones son inéditos y este aumento de los niveles de responsabilidad exigidos a las decisiones individuales y sociales se produce al mismo tiempo que disminuye la posibilidad de promover una moral absoluta, una moral basada en obligaciones frente a exigencias ya sean de tipo religioso o secular. Vivimos, para usar la expresión de Gilles Lipovetsky, una etapa de moral "emocional", una moral sin obligaciones ni sanciones, una moral indolora y no imperativa, adaptada a los nuevos valores de la autonomía individual.

Frente a estos desafíos, el reto que se abre es el que se refiere a la formación de una inteligencia responsable, que supere la idea de una moral sin base científica y de un desarrollo científico sin control moral. La primera nos lleva a la impotencia mientras que la segunda nos puede conducir al desastre. El interrogante que abre esta definición es el que se pregunta por el papel de la educación en el proceso de formación de ese tipo de inteligencia y de las condiciones sociales que pueden favorecer su desarrollo.

En este contexto, la pregunta fundamental para la política educativa es la que se refiere a ¿qué es una educación justa?. Al respecto, quisiera postular algunas reflexiones e hipótesis para alimentar el debate y avanzar en estrategias de acción. En primer lugar, es preciso destacar la significativa relevancia que tiene esta dimensión de las políticas públicas. Todos sabemos que la educación anticipa el futuro y, en ese sentido, si queremos construir una sociedad justa es fundamental que hoy construyamos una educación y una escuela justa. En segundo lugar, es necesario revisar la validez de algunos conceptos tradicionales. Así, por ejemplo, el tema de la meritocracia, particularmente en los niveles obligatorios y universales de la educación. Una escuela justa no puede limitarse a seleccionar a los que tienen más mérito; debe también preocuparse de la suerte de los “perdedores”. Francois Dubet señalaba recientemente en un ensayo sobre el tema de la justicia escolar que la meritocracia puede ser perfectamente intolerable cuando se asocia el orgullo de los ganadores con el desprecio hacia los perdedores.

Las informaciones que nos brindan los resultados de las evaluaciones sobre logros de aprendizaje de nuestros alumnos indican que las diferencias de resultados escolares entre categorías sociales permanecen tan fuertes como lo eran en épocas en las cuales el acceso no era universal o era socialmente desigual. Es política, social y éticamente necesario que la escuela rompa este determinismo social de los resultados educativos, si queremos efectivamente construir una sociedad más justa. Para eso hay, por lo menos, tres líneas principales de acción. La primera de ellas se refiere a políticas de distribución más equitativa de la oferta escolar, dando más a los menos favorecidos, incrementando la información sobre la oferta pedagógica y flexibilizando la circulación dentro del sistema educativo. La segunda línea se refiere a cómo responde el sistema educativo a la suerte de los más débiles. En este sentido, la educación obligatoria debería estar regida por principios de evaluación basados en el principio de garantía de acceso a un bien común. En la educación obligatoria no puede haber ganadores o perdedores sino un piso común de aprendizajes que todos tienen la garantía de obtener. Por último, es necesario asegurar la igualdad individual de las oportunidades. Esto obliga a reflexionar sobre la formación de sujetos, sobre el modelo educativo mismo y el lugar que dicho modelo otorga a los individuos, a sus proyectos, a su vida social y a su singularidad, independientemente de sus desempeños cognitivos.

Pero una escuela justa no se agota en los procesos institucionales de selección, evaluación, financiamiento y trayectorias de formación. Una escuela justa no puede ser neutral frente a los contenidos culturales que ella debe transmitir. En pocas palabras, una escuela justa debe ser capaz de brindar a todos una educación de buena calidad donde la adhesión a la justicia constituya un valor central.

La construcción de una sociedad justa coloca a los ciudadanos frente a decisiones de una envergadura inédita: incluir o no a todos, manipular o no nuestro capital genético, proteger el medio ambiente y la naturaleza, entre otros. Los niveles de reflexividad que exigen estas decisiones son también muy profundos y exigen no sólo un fuerte desarrollo cognitivo sino ético y moral. ¿Cuánto de estos niveles de reflexividad pueden ser formados a través de acciones educativas intencionales y sistemáticas? ¿Qué formas institucionales serán las más apropiadas a esta función?  ¿Quienes serán los educadores de estos procesos de formación?. La escuela universal y obligatoria a cargo de maestros formados profesionalmente a través de instituciones educativas especiales fue la respuesta a la demanda de formación del ciudadano para el Estado-Nación. ¿Será ésta la respuesta para las demandas de formación del ciudadano reflexivo que demanda el siglo xxi?. Estas preguntas implican también un interrogante acerca de la formación de las elites. Si bien en una sociedad democrática la distinción entre los miembros de las elites dirigentes y el resto de la ciudadanía es una distinción dinámica, lo cierto es que la responsabilidad por las decisiones es mucho mayor en aquellos que manejan áreas más sensibles desde el punto de vista de las consecuencias de sus decisiones: los científicos, los dirigentes políticos, los dirigentes empresarios. Por último, estas decisiones ya no podrán ser limitadas espacialmente al ámbito del territorio local o nacional. La responsabilidad también asumirá una dimensión internacional y al nivel del género humano. Como toda etapa crucial de la historia, abre siempre la opción de la incertidumbre o la esperanza. Los educadores apostamos siempre por la esperanza.

 

15-JCT Conferencias

Material inédito

Título del archivo Word: "60 aniversario de Comunidad Organizada"

Fecha del archivo: 7 de abril de 2009