Durante muchos años y en muchos casos por buenas razones, incluso nosotros los docentes, hemos criticado ferozmente la escuela y mirado nuestra profesión con cierta superioridad, como si fuésemos mayores que ella, como si por el sólo hecho de haber nacido después, nos encontrásemos automáticamente por encima de aquellos y aquellas que, antes de nosotros, ocuparon este mismo lugar. Ese fervor reformista, esa crítica mordaz a la escuela y nuestro propio oficio, en muchas ocasiones nos ha impedido percibir también su fragilidad y belleza. En ese sentido, hacer el elogio de la escuela, del estudio, del oficio docente o (en este caso) de la escritura escolar es un modo de mirar, pero esta vez desde una perspectiva más paciente y amorosa, algunas cosas que quizá hoy esté aproximándose a su desaparición.