Cotidianamente voces disímiles expresan sus preocupaciones sobre el presente y el futuro del modelo escolar vigente en Argentina. En la escena pública que configura estas voces suele enfatizarse lo que la escuela y los docentes no pueden hacer o hacen mal, por contraste o comparación con modelos escolares exitosos que prosperan en otras sociedades.

Este ejercicio de marcar y demandar un rumbo de ajustes y cambios considerados impostergables, pareciera dar cuenta de notas de un consenso generalizado que podrían ser incorporadas con cierta facilidad, en una nueva agenda de políticas educativas. Sin embargo, cuando se hace foco en la letra chica del horizonte que trazan esas notas, la nitidez de ese consenso se vuelve opaca.

La escuela que como sociedad se desea vivir y heredar, es imaginada desde distintas perspectivas por familias, sindicatos, docentes, especialistas, gobernantes y medios de comunicación entre otros actores sociales. En ese imaginario conviven visiones contrapuestas sobre cuál debería ser -en este siglo, en esta Argentina- el mandato social que opere como basamento institucional de la tarea prioritaria de las escuelas: enseñar para que otros aprendan.

Es posible encontrar en este imaginario posiciones que van desde la añoranza de  la escuela pública selectiva pero efectiva,   marcada  por  la autoridad pedagógica de los docentes, los buenos resultados de aprendizaje  y la movilidad social ascendente garantizada; la escuela  garante del ejercicio del derecho a ingresar, permanecer y egresar del sistema público de enseñanza en igualdad  y calidad de oportunidades, hasta  los que sostienen que una escuela distinta -más en diálogo con los intereses y necesidades de los  estudiantes contemporáneos y los que vendrán- solo es posible si se reconfigura toda la organización del trabajo escolar  alrededor de los aprendizajes  tomando como herramientas de andamiaje los  aportes de las neurociencias, la educación emocional, el liderazgo motivacional  y el uso de las tecnologías.

Como puede apreciarse, estas posiciones integran un heterogéneo campo de debates políticos y pedagógicos de gran actualidad que sería apropiado sostener de manera genuina si lo que buscamos es poder construir un horizonte común de mediano plazo que nos permitan contar con un núcleo de definiciones compartidas sobre cómo fortalecemos a las instituciones educativas para que puedan operar sobre lo dado y convertirlo en lo deseado.

En esta construcción de acuerdos, la interrogación sobre cómo abordar en el aula el trabajo con el conocimiento se impone. Hay evidencia suficiente y disponible que nos permite afirmar que no en pocas instituciones educativas, la participación protagónica de los estudiantes en sus aprendizajes se encuentra limitada por los modelos de enseñanza establecidos. De igual modo un amplio sector de la docencia vivencia su tarea como carente de herramientas que le posibiliten una autonomía productiva en relación al trabajo con sus estudiantes y a los objetivos formativos por los que debe dar cuenta.

En otras palabras, estudiantes y docentes suelen protagonizar una incomodidad pedagógica, que, entre otras consecuencias, provoca una enseñanza artificial y un vínculo con el conocimiento, distante de la vida real de los sujetos que aprenden.

En este sentido el camino a transitar tendría que orientarse hacia la búsqueda de un hacer institucional más cohesionado en lo colaborativo que no subestime tradiciones pedagógicas ni sobreestime capacidades individuales como punto de partida de un proceso de revisión de las practicas educativas que sostienen esta incomodidad.

De igual modo, sería necesario, superar la tendencia a sostener un juicio de valor sobre el déficit escolar en general, como propio de una institución social agotada e impotente.

En nuestro país la singularidad de la escuela está intacta, aun a pesar de las críticas hacia su funcionamiento y resultados. No ha perdido vigencia, ella es la institución responsable de ejercer una mediación profesional, programada y gradual entre saberes socialmente válidos, relevantes y sujetos en condición de aprendices de diferentes generaciones.

Esta   valoración social se mantiene en el tiempo aún en las diferencias, porque se reconoce en la escuela el lugar de la enseñanza, no hay escuela sin enseñanza. La enseñanza en sentido amplio es el núcleo identitario de las escuelas. La enseñanza define la autoridad de la escuela. Ninguna escuela cobra sentido por si misma sino a través de su objeto de intervención: una escuela es escuela solo porque en ella acontece una acción educativa única e irrepetible. 

Si en los próximos años, esta escuela que sigue vigente  como una  institución entramada en  un sistema,  un estado, una sociedad, logra buenas condiciones de enseñanza para que buenos aprendizajes ocurran; si puede sostener un formato escolar que de confianza, apertura, participación y exigencia; el déficit habrá dado lugar a la posibilidad, a la diferencia que sumará, enriquecerá, y provocará de otro modo, la vida escolar de las nuevas generaciones.

*Profesora en Ciencias de la Educación. Secretaria Académica de la Universidad Pedagógica Nacional (UNIPE)